Empecé a las 8:45 am tiempo de México, para ver el previo, los himnos, la salida de los jugadores, de Messi, a la cancha, el arranque pues; no podía seguir viendo el partido porque tenía un par de compromisos previos ineludibles, que transcurrirían entre las 9:30 y la 1 pm o algo después, o sea, durante el partido. Santiago llegó pasaditas las 9 (la pelota ya rodaba en la cancha). Inmediatamente apagué: habíamos acordado ver el partido cuando lo repitieran, supuestamente, a las 4 pm. Entre tanto, nos desconectaríamos de toda red social, teléfono o cualquier medio que pudiera informarnos del desarrollo o desenlace del juego.
Santiago se fue a dormir otro rato y yo hice trampa y prendí otra vez la tele más o menos a las 9:15. Ceros. En la primera reunión que tuve hablaban del Mundial, pero todos cuidadosos de no compartir información comprometedora. Otra participante también lo vería después. La emoción crecía.
Luego trabajé de 11 a 1 pm y, por fortuna, nadie más habló de futbol. Santiago y yo teníamos 3 horas que matar antes de la repetición. Nos pusimos a ver la docuserie "Sean eternos" sobre Messi, la selección argentina y su Copa América. Yo, simultáneamente, preparaba unas mongetes amb patates.
Faltaban 8 minutos para el final del tercer capítulo cuando convencí a Santiago de ir a ver el previo anterior a la gran final postergada. Santiago había escuchado un grito de "gooooool" de una vecina a eso de las 12, pero no hacía sentido con los tiempos, pensamos. Al prender la tele, el marcador decía Argentina, 2; Francia, 2. ¿Qué había pasado? Se suponía que recién empezaría el juego (repetido). Se fueron a tiempos extras, dijo Santiago. No puede ser, contesté. ¿Qué hacemos?, pregunté, ¿apagamos? No, ya hay que ver cómo acaba, propuso él.
Primer tiempo extra: 2-2. Segundo tiempo extra: gol de Messi (casi fuera de lugar, pero no): 2-3. Y para cerrarlo, mano de Montiel, penal, gol de Mbappé: 3-3. Empatados otra vez. A definirse en penales. No puede ser, decíamos. Pensábamos. Sentíamos. Ignorantes aún de cómo se habían desarrollado los dos tiempos reglamentarios. Emocionados. Angustiados. Expectantes. Temerosos. Confiados.
Y entonces los penales. Santiago de pie. Caminaba. Le hablaba al Dibu, que ya era campeón pero no para nosotros. Gritaba los goles de Argentina, que ya eran campeones, pero no lo sabíamos. Gritaba los fallos de Francia, que ya eran subcampeones, pero no lo sabíamos. Yo medio sentada. Medio parada. Callada. Sosteniendo la respiración. Y, por fin, el gol definitorio de Montiel. ¡Argentina campeones! ¡Messi campeón! Por fin para nosotros también.
Y la celebración total. Con túnica qatarí. Besos (¿baba?) acumulados sobre la copa. Caras largas de los subcampeones. Sonrisas como ventanales. Lágrimas. Gestos sorprendentes. Hijos. Hijas. Luces. Cumbia.
Respiramos. Ahora veríamos los primeros 90 minutos sin tensión. Solo por disfrute. Y por poco se nos vuelven a escapar. La información en la tele era toda errónea. Pero lo logramos. Y el día se acababa. Ya anochecía y seguíamos viendo la final. Y nos echamos los primeros 45, expectantes de lo que ya sabíamos; los segundos 45, expectantes de lo que ya sabíamos. ¿Y si pasara otra cosa?, bromeábamos. Ahora sí viene el gol de Francia... Ah no, el penal de Mbappé fue antes. Y luego otra vez los tiempos extras y los penales. Como un prolongadísimo déjà vu. Y sí. Ya lo habíamos visto, pero lo volvimos a ver. La túnica. Las babas. ¡Qué felicidad! Pasajera, sí, pero feliz. Un día compartido. Un Mundial compartido. Un Messi compartido. Impagable.
Y mi amiga Pilar, que no es futbolera pero se contagió de mi entusiasmo por Messi y Argentina, me felicitó con esta imagen:
Así la vida de feliz. A veces. Durante un rato.