viernes, 7 de enero de 2011

Amistad 11

para Natasha
Hace muchos, pero muchos años tuve mi primera mejor amiga. Éramos compañeras en la primaria; fue en tercero cuando nos conocimos, creo, y desde el primer día fuimos inseparables. Nuestra letra manuscrita era casi idéntica (luego la vida se encargó de que la mía se convirtiera en patas de araña, pero la de ella se mantuvo como si el tiempo no hubiera pasado). Era mucho más alta que yo, muy blanca y rubia (su mamá decía que de tanto comer pozole mientras esperaba su llegada) y yo me sentía protegida y querida a su lado, como en esa foto que alguien nos tomó en el patio de la escuela y que durante mucho tiempo conservé en un cubo de plástico junto con otras imágenes de mi infancia. (Hoy la busqué y no la encontré, pero recuerdo que yo estaba parada, muy derechita y con cara de asustada, como solía salir en las fotos, y ella rodeaba mis hombros con su brazo mientras sonreía apenas.)

Mi mejor amiga iba y regresaba a clases en el transporte escolar, lo cual a mí me parecía una aventura sin igual. En una ocasión me invitó a su casa, para lo cual tendría que irme con ella en el camión pero no contaba con el permiso escrito de mis padres, así que pensamos que podríamos convencer a la directora de primaria que sí contábamos con él, aunque sólo de palabra. Esto no fue difícil porque teníamos buena fama, de alumnas estudiosas y niñas responsables. La aventura no nos salió tan barata. A mí, por lo menos, me costó perderme mi programa favorito de la semana ("Disneyalgo" se llamaba) como precio por decir una mentira, además del regaño de mi madre y la culpa por haberla decepcionado. Igual me volvería a subir en este mismo instante a aquel camión color rojo ladrillo con letras negras.

En su casa, había una muñeca preciosa, enorme, como sacada de un cuento de hadas, sentada en un estante cerca del comedor, con un vestido de una tela azul brillante y una tiara en el pelo. En uno de los ojos no tenía pestañas. Mi amiga se las había arrancado jugando de pequeña. Había también un aparato extrañísimo
, para hacer té decían, proveniente de Rusia (como su abuelo materno y la princesa del librero). "Es un samovar", me explicaba. Su mamá, a quien quise mucho, era violinista, Luz Vernova de nombre, y cuando se enojaba con ella la regañaba en ruso y yo, por supuesto, no entendía ni jota. La madre de su madre, pianista mexicana, era una presencia fuerte. Recuerdo una ocasión en que mi amiga empacaba sus cosas para ir a visitar a su padre a Moscú en la entonces URSS, donde él fungía como primer secretario de la embajada mexicana. Ella llevaba como lectura la Rebelión en la granja de George Orwell. La abuela lo detectó con vista de águila y rápida y contundente lo sacó de su maleta con una mirada a la cual no le hacían falta palabras.

Y entonces se fue.

Mi amiga estudiaba ballet por las tardes en una academia en Coyoacán y ésa era su pasión, como buena hija y nieta de músicos. Yo que soy negada para esas artes (aunque sé cómo disfrutarlas) no entendía bien lo que a ella le sucedía cuando se ponía sus puntas y bailaba, a pesar de que mi papá me regaló varios libros sobre el tema. Un buen día, mi amiga, sí mi mejor amiga, me dijo que se iba
a Cuba a estudiar con sus compañeras de la academia. Yo no podía creerlo. Cómo iba a dejar la escuela (estábamos por entrar a quinto) para irse a bailar. Pero seguiría también con sus clases regulares, me aseguraba. Muy ofendida le lancé un sermón a propósito de tan irrazonable decisión. En realidad estaba yo escondiendo mi dolor y mi miedo a que se fuera. Intercambiamos fotos, direcciones, recuerdos y por supuesto la promesa de seguir siendo mejores amigas. Su partida fue mi primera herida, mi primera pérdida.

Durante su estancia en Cuba, ella perdió a su madre, quien murió a destiempo en México. Con Luz se fue también otro pedacito de mi corazón. Y mi mejor amiga se mudó entonces a Moscú para vivir con su padre y seguir estudiando ballet. Yo no tuve más remedio que aprender a vivir sin ella. Recuerdo cómo contaba las semanas en que tardaba en recibir una carta suya (por supuesto que todo esto es la prehistoria, anterior al correo electrónico) según una maceta que tenía en mi cuarto. Cuando me daba cuenta que la planta estaba por echar la hoja que correspondía a su edad (es apenas unos meses mayor que yo), me aseguraba a mí misma que llegarían noticias de ella. A veces sucedía; a veces, no.

Pasaron y siguieron pasando los años, hasta que volvió a México, casada con un ruso, cuando yo estaba apenas saliendo de la adolescencia y terminando el bachillerato. Desde entonces hemos permanecido en contacto siempre (divorcios, bodas, hijos, novios, mudanzas...) pero aquella primera herida nunca cerró del todo. Me quedé aferrada a un anhelo que en la juventud y en la adultez tomó otras formas. Pero aquella niña que alguna vez recibió como regalo de su mejor amiga un pantalón rojo con aplicaciones en forma de peces había desaparecido.

Hasta que ayer, como regalo de los reyes magos, nos volvimos a encontrar, junto con otras amigas de la primaria-secundaria, nada menos que en mi casa. Y aquella mi primera mejor amiga sacó de su bolso su cuaderno para el año nuevo y tomando una pequeña foto en blanco y negro me dijo: "Mira a quién tengo aquí. Cada año la saco y la cambio de agenda." "Pero si soy yo", respondí conmovida, reconociendo esa carita medio triste de mi infancia. "Y atrás lleva escrita la palabra LOVE."

Comprendí entonces cómo cada una a su modo había atesorado en algún lugar de su vida, renovándolo año con año, ese pedacito de corazón en un intento constante de sanar esa
herida primera. Saberlo y compartirlo es hoy ese alivio, deseado siempre y encontrado justo cuando había dejado de esperarlo.


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