lunes, 29 de agosto de 2011

trozo del pasado


hace alrededor de 43 años
rescatado ayer con Angela de los viejos anuarios de la escuela


El túnel del tiempo

Durante mi niñez, allá por los años setenta del siglo pasado, uno de mis programas favoritos en la televisión era El túnel del tiempo. El centro de los mínimos efectos especiales era un vórtice enorme -que parecía estar hecho de papel aluminio o algo similar- por el cual los intrépidos protagonistas se transportaban a otras épocas. Uno de ellos siempre iba vestido de traje y el otro usaba un cuello de tortuga verde oscuro (claro que esto es un invento de mi imaginación, pues nuestro televisor era blanco y negro y probablemente la serie también). Un grupo de científicos, rodeados de computadoras hechizas, entre quienes destacan en mi recuerdo un hombre mayor -que ostentaba un cargo militar- y un guapa mujer de edad mediana, peinada como las mamás de mis amigas, cuyo apelativo era "doctora", creo. El momento de mayor tensión tenía lugar cuando los viajeros se encontraban en peligro en alguna otra época (casi siempre del pasado -imaginar el futuro les resultaría más difícil) y la máquina se quedaba sin la energía suficiente para traerlos de regreso. Al final, siempre lo lograban.

El sábado pasado, viví una experiencia similar a la de mis antiguos héroes (Tony se llamaba el del cuello de tortuga, creo). Me lancé a la Ciudad de México a una comida organizada por una amiga para reunir a los excompañeros de kínder/primaria/secundaria/preparatoria que cerramos el ciclo en nuestra escuela hace casi 30 años. No había espiral de aluminio ni computadoras (a excepción, claro, de los blackberries y demás aparatos en boga), pero la sensación fue tan fuerte como vivir en carne propia las peripecias de la vieja serie: estar entre personas que no había visto desde que salimos de la escuela, otras de quienes me separaban dos décadas de ausencia e incluso otras que abandonaron la escuela hace alrededor de 40 años.

Eso sí, me acordé de casi todas las caras y los nombres correspondientes (en algunos casos, incluso los apellidos). Quizá la intensidad de la experiencia no consistió tanto en ver los rostros de los otros, sino en ver el mío reflejado en los ojos de los demás o en la imagen que las miradas ajenas proyectaban de esa persona que hace años dejé de ser, que quizá nunca fui o que soy y no lo sabía. En fin, fue como entrar a la casa de los espejos y verme reflejada en mil (bueno, veintitantos) cristales azogados y salir con mil imágenes, con mil piezas de un rompecabezas de mí misma para luego volver a armarme o, cuando menos, a intentarlo.

Descubrí que desde hace 20 años mi opinión sobre Woody Allen es la misma: Una compañera comentó que desde entonces yo sostenía que era un genio cuyas películas me encantaban, aunque algunas más y algunas menos. "Congruencia" lo llamé yo. "Falta de evolución", espetó un compañero.
Maybe. En otro tenor, otra amiga aludía al comentario, ya olvidado por mí, de que los maestros del bachillerato me ponían 10 solo con ver mi nombre en un examen sin tomarse la molestia de leer el escrito completo. Who knows. Hoy mi hijo usa un llavero que esa amiga que conservó mi sospecha me regaló hace de menos década y media después de un viaje a Canadá. Cool. Tampoco faltó la sorpresa de quien me vio empinar feliz una botella de cerveza ni la aclaración de un viejo camarada de copas: "Lo que sucede no es que haya cambiado, sino que no la conocían". Right.

Y así como a Tony y su colega en ocasiones les costaba trabajo regresar por el túnel del tiempo a su laboratorio presente, así a mí me tomó no solo el viaje en autobús de regreso a Cuernavaca, sino buena parte del resto del domingo volver a ubicarme en mi vida presente, creo. No conté con la ayuda del general ni de la doctora, pero sí con la impertinencia -a ratos
cariñosa- de mi hijo y la calidez del reencuentro con quienes hoy siguen siendo compañeros en el camino de la vida, mucho más allá de esas vivencias compartidas en la escuela en un pasado hoy tan lejano como desaparecido.

jueves, 25 de agosto de 2011

Momento largo

La música entra por cada poro de su piel, despertándola de nuevo. Él la mira, sorprendido, expectante. Siente el roce suave de la vulva de ella, húmeda y tibia, sobre su pene, ahora en reposo. Ella permanece montada sobre él y mueve sus caderas suavemente, con una sensualidad sin prisa, mientras sus rodillas descansan sobre las sábanas. Él no entiende el idioma de esa voz que enciende a su amante; el ritmo es inequívoco. El sol no ha salido aún. Los restos de la madrugada se disuelven entre las manos de Elisa. Una de ellas se desliza provocativa hacia su clítoris, al tiempo que los dedos de la otra buscan los pezones en el pecho de su hombre y los pellizcan apenas. Él gime, débil. Su saliva ansía mezclarse con la de ella. Los pezones de ella están erguidos y reclaman la atención de su amante. Se inclina para que la boca de él alcance sus senos. Él los chupa, los acaricia con su lengua y los roza con sus dientes imprudentes. Ella no deja de balancearse. El pene empieza a endurecerse, una vez más. Elisa se inclina hasta convertir en una la boca de su amante y la suya. El aliento de ambos se funde en una sola inhalación, donde se detiene una eternidad hasta que exhalan juntos. Sus frentes se besan sin labios. Él le implora con la mirada que lo ponga dentro de ella. La música no se detiene. Ella descansa sus ojos en la mirada de él. Se reconocen, se acarician desde allí. Se aman sin palabras. Elisa alcanza un primer orgasmo, que le roba el aire, un instante. Él le acaricia la vagina toda, inventándola, regalándosela como si estuviera recién llegada al mundo. Elisa está viva, sin reservas, sin dudas, como en un campo bañado de luz dorada. Se desbarata en un llanto de alivio, que le limpia la mirada y el alma. Él alcanza su orgasmo. La abraza. Se sostienen en un silencio de sollozos dóciles, de ecos de una música más allá de su piel.

flores blancas y escalera



miércoles, 24 de agosto de 2011



Pesadilla

Dos de la mañana, más o menos: definitivamente la madrugada. Estás profundamente dormida.

Se oyen ruidos espeluznantes como de enormes martillos que se baten sobre estructuras de metal: parece ambientación de película de ciencia ficción, tipo Terminator o algo así.

Te asomas al cuarto de tu hijo adolescente quien está enroscado sobre su recién adquirida laptop, jugando en línea después de haber prendido el módem a escondidas y de haberlo cubierto con calcetines y ropa interior para evitar que lo descubras.

Cómo te podrías dar cuenta si la puerta de tu recámara está cerrada y el módem está en el estudio.

Le echas un sermón nocturno donde le castigas TODO hasta el fin de los días.

Quizás deberías hablar con el gerente del súper para que no hagan labores de remodelación mientras los vecinos intentan dormir.

Te das cuenta que, de hecho, estás despierta...

jueves, 18 de agosto de 2011

Truenos

Su estruendo rasgó innumerables noches de mi infancia en la casa de mis abuelos en Cuernavaca. Entonces les temía muchísimo y me escondía debajo de las sábanas buscando protección. Por una de esas razones que permanecieron desconocidas, dormía yo en la recámara de mi abuela Rosa, mi abuelo Óscar yacía enfermo en el cuarto de al lado, en una camita junto a la ventana (afuera de la cual me paraba a escondidas en las tardes de vacaciones para espiar las prohibidas telenovelas), separada del resto del cuarto mediante una cortina que se soltaba solo de noche, para que no me molestara la televisión que mi abuela solía ver hasta tarde. Al lado de la cama había dos mecedoras de madera pintadas de negro. En una de ellas se sentaba mi abuela. La otra solía permanecer vacía. Cuando mi tía Olga iba de visita, y yo era feliz, se acomodaba directamente en la cama porque en la mecedora se mareaba. Yo amaba sentirla cerca.

Su estruendo rasgó la noche de ayer en Cuernavaca, como tantas otras noches de mi adultez en soledad. Ahora amo ese sonido que desgarra el cielo después de los destellos enormes que alumbran mi cuarto y me enchinan la piel. Ahora ya no me escondo bajo las sábanas. Veo el chispazo y espero el retumbar. Me recuerda que estoy viva. Me asombra. A veces todavía me invita a pensarte. A veces, no. Lo escucho y conforme se distancian la luz y el ruido y sé que la tormenta se aleja (alguien me explicó este fenómeno hace años), me voy acurrucando para quedarme dormida con el corazón libre de nubes.

Su estruendo rasgará mi noche
próxima. (Confío en las lluvias.)

martes, 16 de agosto de 2011

Congoja

1. f. Desmayo, fatiga, angustia y aflicción del ánimo.

No, si tampoco es para tanto. Se trata solo de una sensación discreta, callada, casi imperceptible de haber perdido lo que pudo ser y no fue. Bien vista, puede tomarse como una bendición en disfraz: Ver las cosas tal y como son, sin revestirlas de fantasías, de deseos, de expectativas, de necesidades. Aprender a aceptarlas. Disfrutarlas. Liberarnos.

una hortensia para mi papá



lunes, 15 de agosto de 2011

Sorpresa

Mientras camino al trabajo, me envuelve de pronto un perfume a fruta. Me detengo. Descubro un guayabo asomándose por una barda. Sus frutos yacen en la banqueta: unos recién cayeron, otros comienzan a descomponerse. El aroma me acompaña durante un trecho del recorrido. Continúo, evitando pisarlas.

sábado, 13 de agosto de 2011

Después de nadar 4

Cuando tomaba el sol boca abajo con la cabeza volteada hacia la derecha, las gotas de agua parecían estrellas sobre el suelo blanco. Al voltear mi cara hacia el otro lado, aparecían solo las rugosidades del piso, una hoja pequeña y un bicho minúsculo corriendo apresurado quién sabe adónde.


Riesgo

Cuando etiquetamos nuestras experiencias, nuestras relaciones, a quienes nos rodean ("el peor", "la mejor"), existe la posibilidad de confundir las etiquetas con lo que en verdad sucede, con la forma en que los fenómenos o las personas realmente se manifiestan y, así, surge la confusión. Relacionarnos con una etiqueta es vivir una mentira, vincularnos con la proyección de nuestra mente. Provoca un sufrimiento enorme porque implica una decepción tras otra y obnubila la frescura del presente tal y como es.

jueves, 11 de agosto de 2011

Vulnerabilidad

Claro, el diccionario señala con precisión asombrosa que se trata de la "cualidad de vulnerable". Qué sorpresa. Y afirma que vulnerable se refiere a algo o alguien (me imagino) "que puede ser herido o recibir lesión, física o moralmente", es decir, cualquiera de nosotros, de nuestros seres queridos, de nuestras pertenencias, del mundo a nuestro alrededor.

Hoy me pasé unas dos horas en el sillón del dentista, con la boca abierta, con un plástico verde que me tapaba hasta los labios (por fortuna no la nariz) para aislar la muela que necesitaba una endodoncia. Fue mi primera y es probable que no sea la última. Aparte del dolor, intenso pero instántaneo (a pesar de la anestesia - ya lo sospechaba), la sensación más fuerte fue la de no poder hablar, de no poder ser escuchada y estar a la merced de alguien más a quien, encima, era la primera vez que veía en mi vida. (Y eso que la endodoncista recomendada por mi dentista es una joven excelente en su trabajo.) Mientras respiraba profundo y recitaba mantras mentalmente para no perder la compostura, pensaba -también intensa pero instáneamente- que si pudiera sacarme una fotografía en esa posición la usaría para ilustrar la palabra que aparecía una y otra vez en mi mente.

Quizás podría hacer una par de precisiones a la definición institucional de vulnerable: El riesgo de que la endodoncista me lastimara era mínimo, tomando en cuenta las molestias propias al procedimiento. Una vez que este terminó, su asistente me recomendó una pastilla para el dolor y la inflamación y sugirió que me la tomara antes de que cediera el efecto de la anestesia. Asunto arreglado, salvo un ligero gusto amargo en la boca, residuo de la curación.

Pero, ¿qué puedo hacer cuando lo que siento es temor a recibir una lesión moral? Abandono o, peor quizá, la sensación que permanece después de sufrirlo: El desamparo que se vuelve recordatorio intenso, a veces instantáneo a veces persistente, de nuestras partes más suaves y delicadas, las que requieren de un cariño, de un apapacho al que con el paso de los años parecemos tener menos derecho. El desamparo que nos recuerda, que me recuerda, la indefensión de niña, mis necesidades profundas que emergen como hace más de 40 años. El desamparo que dispara la falta, aun temporal, de seguridad; el miedo a no ser capaz de cumplir, de enfrentar, de llegar; el temor de no contar, en el peor de los casos de no merecer, la compañía necesaria para lograrlo y, sin embargo, esperarla: Los mismos fantasmas de siempre. Las mismas ganas de llorar.

Vulnerable is fine, I wish your voice would remind me from wherever.


miércoles, 10 de agosto de 2011

Herida original

El llanto se me hizo nudo. El nudo se fue al pecho. Vacío. Tristeza.
*
Una sonata de Scarlatti sonaba en el aparato de música. Yo intentaba, en vano, otra vez, desenmarañar el dolor.
*
Podría intentar dejarlo ir, sin alimentarlo, sin negarlo.
*
La música de fondo en mi cabeza es un viejo e incesante "Por qué".


Muerte

La pasión es idolatría,
por eso adora la forma
y en ella se consume.
Octavio Paz

La quema, la destruye minuto a minuto despojándola de su existencia, dejando al descubierto la esencia que tanto ha buscado. Pero ese encuentro pierde ahora todo sentido. El fin de la búsqueda se hace sinónimo de muerte, del fin de la vida, del final total, último. Y pese a todo, continúa en su afán. Las fuerzas surgen atraídas por la brillantez. Es esa luz la que la incita a continuar moviéndose, a continuar retorciéndose sin desprenderse jamás de la tortura, del gozo, del dolor infinito. Ha perdido ya el control sobre sus alas; han adquirido vida propia, se han rebelado contra el cuerpo para llevarlo a la muerte, a la destrucción. Parece que solo continuaran viviendo, en una lucha inútil, para hacer gala de su forma, de su belleza. No importa que su superficie quede seca y dura, carbonizada. Antes de llegar al negro absoluto, resaltarán los matices que nunca ha querido notar, que nadie jamás ha admirado. Esa exquisita combinación del café, el gris y la plata colocados uno sobre otro, uno al lado del otro, para formar un dibujo solo concebido en los momentos de inspiración de un creador de tapices o de grecas antiguas, una forma que en ese momento último la hace sentirse viva. Y el cuerpo, sin embargo, se quiere apartar, quiere huir y encontrar algún consuelo. Pero ya se ha convertido en idolatría su devoción a la luz, al calor, a la muerte y a la belleza. A la belleza y al frustrado amor que hasta ese momento puede encontrar. Solo los reflejos luminosos le devuelven los pedazos de una imagen perdida, condenada a la invisibilidad y al desprecio. Solo la intensidad del calor le permite reconocer la belleza que la acompaña, escondida dentro de un cuerpo incapaz hasta entonces de reconocer sus propios indicios. Y ese momento es el mismo en se desgaja en pedazos, en que el desmembramiento se consuma mientras pierde toda conciencia y se funde con esa luminosidad, que es partera y es verdugo. Se combinan al fin, guiados por la mano de la fatalidad, el diseño imposible con los restos del cuerpo. Todo queda reducido a cenizas sin sentido, que no pueden siquiera guardar memoria del instante de la revelación.

El carro de la basura se llevó al día siguiente el cadáver de la mariposa; el polvo de plata, el polvo negro, quedaron así mezclados con la inmundicia.