Marcelino y Eloísa se conocían desde hacía quince años. En ese entonces todavía tenían apellidos y no sabían quiénes eran. Fueron pasando los años y por sus vidas pasaron también muchas personas, amores y desamores. Sus miradas se encontraban sin saber aún qué miraban. Sus labios no conocían las palabras que sólo aprenderían a articular juntos; parecía que nadie se las había enseñado.
Eloísa construía castillos en el aire y otro tanto hacía Marcelino. Viajaban cada uno hacia adentro y hacia afuera. De esos viajes traían la materia clara que años después formaría sus nombres y la materia oscura que hacía tan pesados sus apellidos, que se adhería tan dolorosamente a su piel. ¿Cómo iban a saberlo entonces?
A veces llegaron a detenerse en sus ires y venires y se miraron; algunas palabras revueltas y confusas se pasearon por sus cuerpos. ¡Qué inquietud la de Marcelino al ver ese cuerpo fino que después iba a ser suyo, el cuerpo delicado y aromático de Eloísa! ¡Y qué temor el de Eloísa al notar las modulaciones profundas y graves en la voz de Marcelino que después gemiría su nombre a su oído, pleno de placer, pleno de lágrimas!
Un buen día la vida se encargó de hacerlos coincidir más a menudo. Aquellos ojos tan conocidos y tan nuevos se fueron llenando de emociones sin que ellos se dieran cuenta. Quizá Marcelino tuvo un poco más de conciencia, pero eso solo lo sabría Eloísa muchos meses después.
En aquellos primeros momentos los terrores añejos que la habían acompañado durante tantos años, disfrazados de amigos inseparables, le protegían los ojos y le escondían el cuerpo. El primer contacto, tan postergado como deseado para ella, tan deseado como postergado para él, los llevó sin escalas a ese centro de plenitud que tantas veces habían imaginado o inventado, de cuya existencia también habían dudado en los momentos de soledad y desesperación.
Mucho aprendieron separados y mucho desaprendieron para encontrarse. Después de muchos días aciagose se dijeron: Tú eres Eloísa y tú eres Marcelino y eso merece un gran casorio. Probaron las mieles ocultas de todos y cada uno de sus pliegues, sin reservas. Se presentaron los fantasmas, aquellos dolores y abandonos viejos que quisieron volver a sus vidas. Al verlos dijeron a la vez: Adiós, nos despedimos de ustedes para siempre. Marcelino y Eloísa bailaron del gusto entre guirnaldas blancas y aires de la montaña. La boda se consumaba. Se desprendían por fin de sus cargados nombres para reconocerse únicamente en sus miradas.
Eloísa y Marcelino voltearon sus ojos hacia el principal de los testigos: el gran volcán blanco que guarda en sus entrañas el secreto de sus nombres recobrados.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario