Es el nombre de mi abuela materna. Mi mamá convivió poco con ella, pues esa Adela murió joven -yo creo que pasados quizá apenas los 30-, dejándola huérfana. Esa Adela decidió no darle el nombre de su madre (mi bisabuela Adela, a quien sí llegué a conocer), que era también el suyo, a su hija. La llamó Marta (así sin "h") Cecilia. El segundo nombre porque coincidía con la santa del día de su nacimiento, la patrona de la música; el primero, no tengo idea por qué. Supongo que mi abuela quiso de alguna manera liberar a su hija de la carga del nombre que las mujeres de su familia habían portado durante siglos. (Alguna vez oí decir que estamos emparentadas con Adèle H., la hija de Victor Hugo, pero igual y son inventos familiares, igual y no...)
Mi madre, por su parte, retomó el nombre de la tradición cuando yo nací. Adela me llamó. No sé si lo escogió ella, si fue idea de mi padre o cómo fue el asunto. El caso es que apenas una generación más tarde el nombre ya había vuelto a instalarse en la familia.
A pesar de que el proceso de aceptación de mí misma no ha sido siempre una labor fácil y, por supuesto, está inconclusa por naturaleza, con mi nombre nunca he tenido bronca. De hecho, me gusta y me ha gustado siempre. Me gusta que empieza y termina con la misma letra, que esa letra sea la A, que sea corto, sonoro, fuerte. Y, además, me emparienta con una línea de mujeres a la que me siento honrada de pertenecer, aunque lamento que mi madre parezca quedar un tanto excluida.
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