Un acercamiento de mi rostro: El ceño fruncido, quizá por el reflejo de la luz solar, quizá por la conciencia de la soledad. Los ojos entrecerrados para atajar el exceso de brillo y enfocarme bien en el lente de la cámara, sostenida desde la distancia más lejana que alcanza mi brazo con respecto a mi cara. Es la primera vez que tomo mi propio retrato, con esa fantástica cámara Retinette, que mi mamá le regaló a mi papá cuando eran novios, un poco después de mediado el siglo pasado. (Ahora la cambié por una cámara digital, más pequeña y de color rosa.)
El pelo, corto pero no mucho, alcanza a rizarse, sobre todo con la humedad del mar, adornando mis sienes y mi frente. La piel todavía no muestra los efectos del sol. Se alcanzan a ver un par de lunares que tengo desde siempre y una mancha roja debajo del ojo derecho, que hoy ya ha desaparecido. (Qué duda cabe que todo es impermanente.)
Mi boca, con esos labios delgados que he aprendido a aceptar, está entreabierta. En mi oreja derecha se asoma la punta de un arete de plata pegado a la piel. La barbilla y la parte superior de la cabeza están ligeramente cortadas: las facciones resaltan más así.
Mi mirada parece tranquila, intensa pero en paz. Me reconozco y me gusto, a pesar de mi convicción de no dar una buena imagen fotográfica.
Al fondo se ven un mar y un cielo nublados, unas olas suaves, unas rocas con espuma de mar y una larga extensión de arena.
Llegué a ese lugar con la decepción enorme de haber planeado un viaje en pareja y haber tenido que hacerlo sola pues el príncipe azul del momento no se decidió a venir y una amiga me instó a hacerlo sin él. Viví la estancia como un descubrimiento de mí misma, de mi capacidad de estar conmigo, de divertirme conmigo, de disfrutar sola. Volví del viaje otra, nueva, triste aún a momentos, pero con la certeza de mi propia fortaleza y el aprecio de mi vulnerabilidad.
Emprendí entonces un camino mucho más ancho que el de la mera fantasía que me había llevado a planearlo.
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