miércoles, 9 de noviembre de 2011

La abuela tiene ya esa mirada que se le pone cuando llega el frío. Los ojos se le achican y se cubren de una delgadísima película de lágrimas que pocas veces se aventura fuera de ellos. La voz se le enronquece y se muda al pueblo que abandonó hace décadas, después de la guerra, siguiendo a su marido al exilio. Nunca habla de ese momento que le transformó la vida. Prefiere darle marcha atrás al tren de sus recuerdos y volver al Avilés de su juventud. Me confunde con alguna de sus hijas y comparte sus memorias. Yo me imagino lo que ella vivió y la acompaño lo mejor que puedo.

Era un día brillante. Había niebla y viento. Las hojas secas danzaban en al aire, sobre el piso, entre mis piernas. Las ramas de los árboles se habían quedado desnudas y todos íbamos de abrigo y tapándonos la cabeza. Yo me había escapado de la casa de mi padre. La luz del sol, suave pero insistente, me tomó del brazo y me guió hasta el sitio donde habíamos concertado el encuentro. Tres hombres caminaban por ahí. Un cuarto se había sentado en una banca. Mi corazón estaba acelerado y tenía las manos heladas.

La abuela me atrapa por completo en su relato. No me atrevo a preguntarle nada por miedo a que pierda el hilo. Intento que ni
la respiración se me note. Sus ojos han recobrado el brillo que solo el aire de Asturias les devuelve.

Pero nunca llegó, hija, nunca llegó. Me quedé esperando una eternidad, hasta que casi no podía moverme por el frío. Tampoco podía llorar, ni hablar, ni suspirar. Me preguntaba en silencio cómo inhalar la siguiente bocanada de aire. De pronto sentí una presencia a mi lado. (Había cerrado los ojos en un intento por hacerlo aparecer.) Cuando los abrí, me encontré con el hombre de las castañas que me ofrecía su mercancía, con la mirada, sin hablar. Las tomé y le agradecí en silencio. No tenía palabras. Las sombras de los árboles me recordaron que mi padre me estaría buscando desesperado. Me fui.

La abuela corta su relato y vuelve al presente. No tiene caso hacerle ninguna pregunta. Lo he intentado en otras ocasiones y no he hallado respuesta. Me conformo con el sabor imaginado de esas castañas consuelo y con la luz mortecina del final del día en su sonrisa.

para Javier, que compartió la foto e ideó el título

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