jueves, 1 de marzo de 2012

El insumergible Titanic

Se hunde. Así rezaba el pie de una de las estampas que yo coleccionaba de niña para luego ir llenando un álbum con ellas. Aún puedo ver el trasatlántico negro, diminuto en la ilustración, partido en dos, desapareciendo bajo el agua.

Cuando traigo la imagen a mi mente, más de 40 años después de haber pegado la estampa en ese álbum, hoy sumergido en las tinieblas de la desaparecida casa de mis padres, vuelvo a sentirme angustiada y ansiosa. A veces pienso que en otra vida fui una de las víctimas de la famosa catástrofe marina. Quizá sucede solo que fue de niña cuando descubrí, junto con la historia de aquel primer y último viaje del Titanic, que no existen garantías ni certezas, que vamos a la deriva y que a pesar de las etiquetas a las cuales nos aferramos, todo puede suceder.

La reflexión y las palabras no son de entonces, pero la sensación —contundente, ominosa y, a la vez, liberadora— de ver al insumergible hundiéndose es tan fresca hoy como ayer: recordatorio presente siempre, algunas veces de forma más intensa que otras, según vaya el transcurrir de los días.

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