sábado, 21 de septiembre de 2013

Historia de un santito


Hace poco más de una semana fui a cargar gasolina, antes de salir de la ciudad durante unos días. Como digna hija de mi madre, he establecido buenas relaciones con los gasolineros (sí, en este país, todavía hay seres que dedican su vida a servirle gasolina a los demás...). Recuerdo que mi mamá tenía uno en especial con el que platicaba mucho; él había sido campeón de canotaje en las olimpiadas de México o algo así.

El caso es que me dirigí a mi gasolinera de confianza y aunque no encontré al gasolinero predilecto, me tocó con uno que resultó ser muy platicador. Le comenté que saldría a carretera y me dijo que hacía bien en revisar los niveles del coche, que me cuidara. Cuando me traía de vuelta la tarjeta con la que pagué y la factura correspondiente, tuvimos un intercambio interesante:

G: Disculpe la pregunta, ¿qué santito es ese?

(Yo ni cuenta me había dado de que se había asomado al interior del auto y no tenía idea a qué se refería, así que me puse a buscar.)

G: Porque, ¿es un santito...?

A: (Entonces me doy cuenta que se refiere a la foto del Karmapa 17, que me acompaña desde el tablero del auto.) Es mi maestro de meditación.

G: Ah, ¿usted hace yoga?

A: Algo así (la única vez que me paré en una clase de yoga, salí corriendo después de constatar mi enorme torpeza, pero no se lo cuento)... y meditación.

Tomo la foto del Karmapa y se la paso para que le vea más de cerca.

A: Es tibetano y ahora vive en la India.

Me la devuelve en silencio y nos despedimos. Me voy contenta pensando cómo es indudable que los maestros encuentran la manera de hacer conexión con quien se abre a tenerla, hasta en una gasolinería.

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