jueves, 16 de octubre de 2014

Despedida 5


(un poco al alimón, todavía)

Bruno lee la madrugada de octubre de Andrea. Seguro se le humedecen los ojos. Lágrimas saladas. Y seguro que recuerda aquella despedida en Buenavista, cuando arrancaba el tren y su mano pugnaba por mantener el contacto con la mano de Andrea...

Han pasado 30 (casi 31) años de aquello y casi dos meses desde su despedida frente al hotel sobre la Avenida de los Insurgentes, en el DF. En esta ocasión, Andrea decidió no acompañar a Bruno a tomar el transporte que lo alejaría de ella nuevamente. Ya lo había hecho antes y no creyó poder soportar tanto dolor, otra vez.

"Mejor nos despedimos aquí", le dijo conteniendo, sin mucho éxito, las lágrimas. "Está bien", contestó él. Hubiera querido prolongar el contacto con la mano de Andrea unas horas más. Dejar que sus dedos le acariciaran la barba. Se lo pidió en el paseo que hicieron aquella mañana por el centro de la ciudad, tomados de la mano aún, a ratos. Pero cuando llegó el momento de llamar el taxi y Andrea le pidió que fueran dos, no se atrevió a insistir.

Andrea se sentía incapaz de seguir reprimiendo el llanto. "Yo tomo el primero", le dijo a Bruno, cuando se estacionó frente al hotel un flamante auto negro, que parecía más carroza fúnebre que taxi.

"Dijimos que ya no habría despedidas como estas", le alcanzó a recriminar a Bruno, más con la mirada que con palabras, cuando acercó sus labios a la boca de él. El miedo de que esta fuera la última vez le atenazaba el corazón. Bruno recibió el beso y se lo devolvió con ternura. Andrea buscó su mirada para intentar descifrar lo que el futuro les deparaba. No encontró ninguna señal. Esto la asustó aún más.

Se apresuró a abordar el taxi. El chofer le empezó a hacer plática. Ella se volteó para ver a Bruno, quizá por última vez. Él sonreía una sonrisa triste, parado sobre los escalones de entrada al hotel, enfundado en su camisa polo color de rosa, con las manos en los bolsillos. 

Ya las lágrimas le corrían a ella sobre las mejillas. No le importó. El chofer del taxi le siguió haciendo plática hasta que ella no tuvo más remedio que responderle. Para su sorpresa, la charla le alivió el dolor (o le hizo olvidarlo por un instante). Ya no alcanzó a ver el otro taxi, negro seguramente, que llevaría a Bruno al aeropuerto Benito Juárez de la Ciudad de México, otra vez.

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