lunes, 26 de enero de 2015

Fruta vana


Cuando Helena abre los ojos, su mirada se estrella contra el techo descascarado del cuarto. Le cuesta unos segundos recordar dónde está. Se lleva las manos al vientre, más por instinto que con conciencia. Una punzada aguda la devuelve de tajo a la realidad. Tiene la boca seca, como una esponja olvidada al sol, y el corazón encogido.
—Lena, despertaste ya. ¿Cómo te encuentras?
Abre la boca para responderle algo a Fernando, su hermano y su cómplice, pero no encuentra la voz.
—No te esfuerces. El doctor te recomendó reposo. Yo estaré aquí en el pasillo por si me necesitas.
—No te vayas —le pide ella sin palabras, solo moviendo la cabeza de un lado al otro.
Así es su relación desde pequeños. Parece que se comunicaran por telepatía. A su madre podría preocuparle la intimidad entre sus hijos menores si se atreviera a darle cabida en sus pensamientos de vigilia. A veces, en sueños, a doña Ángela se le ha aparecido Helena tomada del brazo de Fernando, ambos vestidos de negro, frente a un altar que no es un altar, sino un banquillo, en una sala que parece más un tanatorio. Menos mal que nunca recuerda lo que ha soñado. De otro modo, tendría que hacer algo al respecto. Pablo, su marido, también está entrenado para hacer caso omiso de las señales que se salen de los cánones de lo aceptable.
            Hace una semana, Fernando y Helena informaron a sus padres que se iban unos días de viaje. Cuando doña Ángela quiso averiguar más detalles, los hermanos respondieron con evasivas. Pablo se mantuvo al margen, como siempre. Eso sí, notó una palidez más amarillenta que de costumbre en la tez de su hija, la única mujer entre sus tres vástagos y la menor de ellos. Su predilecta, sin duda y en silencio.
            Cuando los hijos se alejan de la casa paterna, suelen mantener un contacto regular vía telefónica. En esta ocasión, ni Helena ni Fernando se han molestado en llamar. Deben estar muy entretenidos.
—¿Ya acabó todo, Fernan? —logra al fin Helena preguntarle a su compañero.
—Sí, Lena, ya —la conforta él mientras sostiene su mano, delgada y temblorosa, entre las suyas, que son las de un oso—. ¿Cómo te sientes?
—¿Te acuerdas cuando recogíamos nueces en el huerto de la abuela en Asturias? —Fernando asiente con la cabeza y le aprieta la mano.
—A veces nos encontrábamos algunas que no pesaban nada. Cuando las abríamos, estaban huecas o tenían un nudo seco agazapado dentro.  ¿Te acuerdas?
—Sí… —contesta él mientras le pone, con delicadeza, un dedo sobre los labios—. Ahora descansa. Mañana volvemos a Barcelona, al sobreático. Me gustaría verte un poco más repuesta.
—Fernan…
—Dime.
Lena no se atreve a completar la frase. Bastante ha hecho ya su hermano acompañándola y mintiéndole a sus padres como para pedirle, además, que comparta su dolor. Lena quisiera llorar hasta ahogarse pero los ojos también se la han secado. Están enrojecidos y le escuecen pero no hay manera de exprimirles una sola lágrima.
—¿Me acercas el agua?
Él toma el vaso que está sobre la única mesa del cuarto y lo rellena en el lavabo. Se lo alcanza a su hermana sin mirarla a los ojos.
—Voy a por un café y vuelvo enseguida.
Al cerrarse la puerta, Helena siente como si el colchón se la tragara. Ojalá. Pero de sobra sabe que mañana tendrá que usar su mejor máscara para regresar a casa.
Dos meses atrás le había comunicado a Francesc —su pareja a pesar de la oposición intransigente de su madre— el resultado de la prueba. La respuesta de él había sido un silencio gélido y persistente, como si no fuera el padre de la criatura nonata. Ella no se había atrevido a pedirle ni dinero ni compañía ni apoyo. No quiso arriesgarse a suscitar uno de sus bofetones sarcásticos. Mejor apañarse ella sola. No contaba con ninguna amiga tan cercana como para sincerarse, así que solo le había quedado recurrir a Fernando. Él no sería capaz de voltearle la espalda y tampoco la atormentaría con preguntas ni reclamos. Él era un sol.
            Cuando Fernan vuelve a la habitación encuentra a Lena arreglada y con la maleta a punto. Quién sabe cómo se las ingenió para colorearse las mejillas y hasta tiene un atisbo de sonrisa en los labios. Él se queda aturdido. No entiende cómo ha hecho ella para lograr siquiera levantarse del lecho. Se la queda mirando.

—Cuando el fruto está vano, no hay más que tirarlo a la basura y olvidarte de la cosecha, ¿no te parece? —declara Helena mientras toma del brazo a su hermano y lo conduce hacia la puerta—. ¿Te encargas tú de la maleta?

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