Cuando Helena abre los ojos, su
mirada se estrella contra el techo descascarado del cuarto. Le cuesta unos
segundos recordar dónde está. Se lleva las manos al vientre, más por instinto
que con conciencia. Una punzada aguda la devuelve de tajo a la realidad. Tiene
la boca seca, como una esponja olvidada al sol, y el corazón encogido.
—Lena, despertaste ya. ¿Cómo te
encuentras?
Abre la boca para responderle
algo a Fernando, su hermano y su cómplice, pero no encuentra la voz.
—No te esfuerces. El doctor te recomendó reposo. Yo estaré aquí en el pasillo por si me necesitas.
—No te vayas —le pide ella sin
palabras, solo moviendo la cabeza de un lado al otro.
Así es su relación desde pequeños. Parece que se comunicaran por telepatía. A su madre podría preocuparle la intimidad entre sus hijos menores si se atreviera a darle cabida en sus pensamientos de vigilia. A veces, en sueños, a doña Ángela se le ha aparecido Helena tomada del brazo de Fernando, ambos vestidos de negro, frente a un altar que no es un altar, sino un banquillo, en una sala que parece más un tanatorio. Menos mal que nunca recuerda lo que ha soñado. De otro modo, tendría que hacer algo al respecto. Pablo, su marido, también está entrenado para hacer caso omiso de las señales que se salen de los cánones de lo aceptable.
Así es su relación desde pequeños. Parece que se comunicaran por telepatía. A su madre podría preocuparle la intimidad entre sus hijos menores si se atreviera a darle cabida en sus pensamientos de vigilia. A veces, en sueños, a doña Ángela se le ha aparecido Helena tomada del brazo de Fernando, ambos vestidos de negro, frente a un altar que no es un altar, sino un banquillo, en una sala que parece más un tanatorio. Menos mal que nunca recuerda lo que ha soñado. De otro modo, tendría que hacer algo al respecto. Pablo, su marido, también está entrenado para hacer caso omiso de las señales que se salen de los cánones de lo aceptable.
Hace una semana, Fernando y Helena informaron a sus
padres que se iban unos días de viaje. Cuando doña Ángela quiso averiguar más
detalles, los hermanos respondieron con evasivas. Pablo se mantuvo al margen,
como siempre. Eso sí, notó una palidez más amarillenta que de costumbre en la
tez de su hija, la única mujer entre sus tres vástagos y la menor de ellos. Su
predilecta, sin duda y en silencio.
Cuando los hijos se alejan de la casa paterna, suelen
mantener un contacto regular vía telefónica. En esta ocasión, ni Helena ni
Fernando se han molestado en llamar. Deben estar muy entretenidos.
—¿Ya acabó todo, Fernan? —logra
al fin Helena preguntarle a su compañero.
—Sí, Lena, ya —la conforta él
mientras sostiene su mano, delgada y temblorosa, entre las suyas, que son las
de un oso—. ¿Cómo te sientes?
—¿Te acuerdas cuando recogíamos
nueces en el huerto de la abuela en Asturias? —Fernando asiente con la cabeza y
le aprieta la mano.
—A veces nos encontrábamos
algunas que no pesaban nada. Cuando las abríamos, estaban huecas o tenían un
nudo seco agazapado dentro. ¿Te
acuerdas?
—Sí… —contesta él mientras le
pone, con delicadeza, un dedo sobre los labios—. Ahora descansa. Mañana
volvemos a Barcelona, al sobreático. Me gustaría verte un poco más repuesta.
—Fernan…
—Dime.
Lena no se atreve a completar
la frase. Bastante ha hecho ya su hermano acompañándola y mintiéndole a sus
padres como para pedirle, además, que comparta su dolor. Lena quisiera llorar
hasta ahogarse pero los ojos también se la han secado. Están enrojecidos y le
escuecen pero no hay manera de exprimirles una sola lágrima.
—¿Me acercas el agua?
Él toma el vaso que está sobre
la única mesa del cuarto y lo rellena en el lavabo. Se lo alcanza a su hermana
sin mirarla a los ojos.
—Voy a por un café y vuelvo
enseguida.
Al cerrarse la puerta, Helena
siente como si el colchón se la tragara. Ojalá. Pero de sobra sabe que mañana
tendrá que usar su mejor máscara para regresar a casa.
Dos
meses atrás le había comunicado a Francesc —su pareja a pesar de la oposición
intransigente de su madre— el resultado de la prueba. La respuesta de él había
sido un silencio gélido y persistente, como si no fuera el padre de la criatura nonata. Ella no se
había atrevido a pedirle ni dinero ni compañía ni apoyo. No quiso arriesgarse a
suscitar uno de sus bofetones sarcásticos. Mejor apañarse ella sola. No contaba
con ninguna amiga tan cercana como para sincerarse, así que solo le había
quedado recurrir a Fernando. Él no sería capaz de voltearle la espalda y
tampoco la atormentaría con preguntas ni reclamos. Él era un sol.
Cuando Fernan vuelve a la habitación encuentra a Lena
arreglada y con la maleta a punto. Quién sabe cómo se las ingenió para
colorearse las mejillas y hasta tiene un atisbo de sonrisa en los labios. Él se
queda aturdido. No entiende cómo ha hecho ella para lograr siquiera levantarse
del lecho. Se la queda mirando.
—Cuando el fruto está vano, no
hay más que tirarlo a la basura y olvidarte de la cosecha, ¿no te parece? —declara Helena
mientras toma del brazo a su hermano y lo conduce hacia la puerta—. ¿Te encargas
tú de la maleta?
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