—Despedirse es morir un poco —espeta
Antoni, con la misma torpeza de alguien intentando disimular un bostezo. Se piensa
capaz de cortar la tensión del adiós.
Fernando no puede creer que su
hermano haya abierto la boca para soltar semejante sentencia. No se anima a
voltear a ver a Andrea. Está seguro que tiene los ojos a punto de
desbordársele, igual que él. Ella hace un esfuerzo por sonreír. Fracasa. Se le
ruedan las lágrimas, como el agua por la boca rota de una cañería. Helena, la hermana menor de los dos hombres, le pasa un brazo por los hombros.
—Venga. Nos veremos pronto. No
llores —la conforta.
Cada palabra es una banderilla
en el pecho de Andrea. Sin adornos de papel picado. No se decide a voltear a ver
a Fernando.
Las semanas que la prima de
México pasó en el sobreático parecen haberse sucedido en cámara rápida. Si
parece que fue ayer apenas cuando la joven volvió a cruzar el umbral de la casa
tras tres años de ausencia. Venía a Europa de vacaciones extendidas. Se dio un
año sabático antes de entrar a la universidad y sus padres la ayudaron con el
boleto de avión para cruzar el charco. Le dedicó a Barcelona dos estancias: la
primera en compañía de una amiga y la segunda sola. Hace tiempo que Fernando no
despertaba tan contento. Saber a Andrea
en la antigua habitación de Antoni, contigua a la suya, era garantía de un día soleado.
Anoche fue su última noche en casa.
Hoy toma el tren a Madrid y de ahí el avión de vuelta a la Ciudad de México. Después
de la cena, mientras empacaba, Fernando estuvo a punto de entrar en su
recámara. Quería estar a solas con ella. Quería tomarle la mano. Quería decirle
que la quería. Quería pedirle que no se fuera. Quería besarla. Pero no se
atrevió. Ella es tan joven. Vive tan lejos. Y lleva su mismo apellido. Si tan
solo pudiera arrancarle el nombre. Si fuera un poco mayor. Si México estuviera
más cerca. Fernando regresó a su cama con una losa en la espalda y los labios
derrotados.
La mañana antes de salir a la Estación
de Francia, Andrea, Fernando y Helena deambulan como ovejas rumbo al matadero. Se
toman un café bebido y las tostadas que doña Ángela les preparó sin parar de
hablar, una forma muy suya de escapar al dolor.
—Vuelve pronto. Te queremos y
te vamos a echar en falta.
Doña Ángela abraza a su sobrina
y la siente temblar. Andrea se aferra a ella y no dice nada.
—Tu tío salió temprano a hacer
unos recados. Me pidió que te despidiera en su nombre —Una forma muy suya de
evitar el sufrimiento del desgarre.
Andrea no puede más que asentir,
casi imperceptiblemente. El timbre la salva. Es Antoni que viene para llevarla
a la estación, en compañía de Fernando y Helena. Ella sale corriendo del
departamento. Su primo coge la maleta, su prima un par de bolsas; se apresuran a
alcanzarla.
Faltan escasos quince minutos
para que zarpe el expreso de Madrid. “Ahora sí le das ese beso pendiente”, se alienta
Fernando cuando le ofrece a Andrea acompañarla hasta su camarote. “Es tu última
oportunidad.” La maleta está ya en su sitio y, en el pasillo del tren, los
primos se miran a los ojos. Sus corazones aceleran el ritmo. Él se acerca. Ella
no se mueve. Él se paraliza.
—Toma —le dice Andrea,
alargando la mano cerrada. —Es para ti. Me la compré en Santiago.
Él le ofrece su palma derecha y
ella deposita allí una concha de peregrino. Es pequeña, de barro. Va colgada de
una cinta color lila.
—La podrías poner en tu coche para
no olvidarte de mí.
—Seguro —murmura él, sin voz
casi.
“Acércate. Acércate ya. Busca
sus labios. Bésala.” Pero no se atreve. Ya es hora de bajarse. “Te quiero.” Lo
piensa. No se lo dice. Desde la plataforma, mira cómo el tren empieza a
desperezarse. Andrea se asoma a la ventanilla. Antoni y Helena agitan las
manos. Fernando no se mueve. Los chirridos de las ruedas rozando las vías se le
meten a la garganta. No puede ni llorar.
De vuelta al sobreático,
después de buscar “consanguinidad” en la enciclopedia y apaciguar un tanto sus temores, empieza a escribir
una primera carta.
“Queridísima Andrea…”
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