domingo, 8 de marzo de 2015

Mar de Cortés (tercera versión)


Toda valentía es una forma de constancia. Es siempre a sí mismo a quien un cobarde abandona primero.
Después de esto, vienen todas las demás traiciones.
Cormac McCarthy

Fernando nunca se imaginó que haría un viaje más, esta vez hasta el norte de México. Menos aún que se atrevería a dejar sus ataduras al otro extremo del Atlántico. Tomó el avión el día del primer aniversario luctuoso de su madre. Su hermana Helena insistió en acompañarlo al aeropuerto, pero él se negó. Temía que la presencia de ella lo hiciera flaquear. Hoy está en la Baja California. Tras una vida de aguantar la respiración y llevar la cabeza sumergida, se arriesga a tomar una bocanada de aire fresco —él que ni en sus fantasías más extravagantes lograba alejarse del piso de sus padres, donde ha vegetado desde siempre. Llegó a soñar con Valladolid media docena de veces y con Lanzarote cuando se puso más intrépido. Ahora va navegando por el Mar de Cortés mientras los delfines  saltan junto a él, casi al alcance de su mano, y los lobos marinos duermen echados al sol a escasos metros del lente de su cámara. Y Andrea, su primer amor, su único amor, va a su lado en la lancha, más de treinta años después de su último encuentro.
Andrea es hija de Rodrigo, el primo hermano de su madre refugiado en México al término de la Guerra Civil. Sí, es su prima segunda. Tiene nueve años menos que él y comparten un apellido. Dos viajes de ella a España  —a sus diecisiete y luego a sus veinte años—, seis meses de cartas que cruzaron el Atlántico cada quince días, un viaje de Fernando a México animado por esa correspondencia, una desconexión casi total durante tres décadas y un encuentro cibernético hace unos meses fueron suficientes para que Fernando le confesara que seguía enamorado de ella. A sus cincuenta años y pico, esa constancia resucitó en Andrea la ilusión. Los impedimentos se sienten más sorteables que ayer. Ella ha dado rienda suelta a los sentimientos que él guardó junto a sus cartas en una caja de madera. Hoy ambos parecen haber hecho la misma apuesta.
“Si me llego a caer por la borda de la panga, me ahogo seguro”, piensa Fernando al darse cuenta de que la embarcación sobre la que se montó con dificultad no lleva flotadores. Se le acelera el pulso y le sudan las manos.  Es la primera vez en su vida que se aventura más allá de tierra firme. Los viajes en golondrina en el puerto de Barcelona, donde ha vivido desde que era un crío, no cuentan. Hoy Fernando se siente libre. Andrea lo toma entero, con todo y los cien kilos que ha ido acumulando a lo largo de sus sesenta años. El lanchero casi tuvo que cargarlo para ayudarle a embarcar. Ella no se apartó ni un instante de su lado.
            Durante el recorrido en la lancha, van mirando en la misma dirección. Ella también se percató de la ausencia de salvavidas. Ni uno ni otra son grandes nadadores. Ella tomó clases de niña y se defiende. Él nunca aprendió. Puede flotar haciendo el muertito pero no mucho más. Mejor no pensar, ni en eso ni en el inminente retorno de Fernando a Barcelona. En este momento están juntos. Andrea estira su mano para rozar la de él. A veces lo logra. Otras, solo alcanza a sonreírle. Cuando aparecen los delfines y empiezan a jugar cerca de la barca, ella se instala en la proa, sentada sobre sus piernas cruzadas, y asoma de tanto en tanto la cabeza. Fernando le hace varios retratos. Le encanta el contraste entre su bañador rosa y la blusa roja, medio transparente y con visos plateados, que se puso encima. “¡Qué guapa estás!”, piensa pero no se lo dice. La presencia del lanchero lo intimida un poco. Los repetidos disparos de la cámara de su amante le hacen saber a Andrea que está guapa. “Te amo”, le dice él sin emitir sonido, moviendo solo los labios. “No te vayas”, contesta ella de igual modo mientras respira profundo para detener la tristeza que amenaza con nublarle los ojos. Él sigue fotografiando animales exóticos.
            Al cabo de unos cuarenta minutos llegan a la Isla Coronado, excursión turística obligada para quienes visitan la zona. Desembarcan en una ribera desierta, custodiada por una tropa de pelícanos que aguardan, formados en la orilla, la llegada de las lanchas y las sobras de pescado. No es temporada alta. Hace un calor infernal, más de cuarenta grados, y hay pocos visitantes. A Fernando le gustaría quedarse unas horas a solas con Andrea. Poseerla sin freno. Nunca imaginó que pisaría el paraíso de esa mano anhelada durante tres décadas. Quisiera prolongar la dicha, más ahora, a unos cuantos días de su vuelta a casa.
—¿Nos bañamos? —lo invita Andrea. —Aquí no está hondo.
Él le toma la mano sin decir nada. Juntos caminan por la arena blanquísima hacia el agua turquesa que les permite andar un buen trecho sin cubrirlos.
—¿Sabes?
—Dime.
—Es la primera vez que soy feliz en el mar —declara Fernando.
—Me alegro —le dice ella, mientras le acaricia la barba.
De pronto, se sumerge para sorprenderlo. Él la busca un poco desconcertado. A ver qué se le ocurre ahora. Parece una chiquilla. Ella vuelve a la superficie y en el camino le roza el sexo con su cuerpo. A él se le corta el aliento, pero le sigue la corriente. “Debo estar enloqueciendo”, piensa al tiempo que atrae a su mujer hacia él. La abraza por detrás y con las manos busca sus pezones. Se los aprieta. Ella se escabulle de nuevo. Él quiere ir tras ella, pero no se atreve. Podría perder el piso y ahogarse. Y Helena le pidió que se cuidara cuando se despidieron.
—¿Ya no juegas? —le pregunta Andrea traviesa.
—Ya es hora de volver —contesta él encaminándose hacia la orilla.
Se muere de ganas de penetrarla ahí y ahora, pero recuerda que no hay salvavidas. Helena se horrorizaría si pudiera verlo.
—¿Nos vamos? —dice Fernando.
Ella le responde salpicándole la cara.
El camino a Loreto, el pueblo donde se hospedan, lo hacen esta vez de espaldas el uno al otro. Fernando piensa en su regreso. Andrea se pierde en la estela que la lancha va dejando tras de sí. Ojalá no desapareciera tan rápido. Él se distrae haciendo más fotos. Ella  esconde la zozobra bajo el sombrero que la guarda del sol. Sus manos no se tocan. Llegando al hotel, se meten a la piscina (“alberca” la llama ella) y se acarician bajo el agua nuevamente. Un colibrí se acerca buscando el néctar de las flores que cuelgan de la barda. Fernando lo mira embelesado. Es la primera vez que ve uno. Andrea no se lo puede creer. No sabe que es un ave americana, inexistente en Europa.
—¿Sabes? —pregunta ella.
—Dime —dice él.
—Según los antiguos aztecas, los colibrís son los guerreros muertos en combate que regresan a alimentarse de las flores, en espera de la siguiente batalla. ¿No te gustaría ser uno de ellos?
Él la mira, como la miró hace treinta años cuando se despidió de ella después de su primera estancia en México. Entonces le pedía que volviera con él a España. Ella le sostiene la mirada, como no lo hizo entonces, mientras se impulsa hacia arriba, golpeando con los pies el fondo de la piscina para agarrarse de sus hombros y abrazarle el torso con las piernas. Alcanza su boca y abre la suya, ofreciéndose como él soñó que lo haría en aquel aeropuerto hace tantos años. Él trastabilla un instante y ella lo sostiene. Él la recibe toda y entrelaza su lengua con la de ella.
—Quédate —le pide Andrea, dejando su aliento mezclado con la saliva de él.
Fernando clava otra vez sus ojos en los de ella. Si tan solo pudiera quedarse a vivir en esa mirada.
—Helena me está esperando. No puedo dejarla sola.
Andrea intenta urdir algún argumento convincente, pero solo acierta a hacerle una caricia suave, quizá la última, en la barba. Unos días más tarde, Fernando está entrando de vuelta a su apartamento en el ensanche barcelonés.
—¡Bienvenido a casa! —exclama Helena mientras lo conduce a la mesa donde ha dispuesto un pequeño banquete para recibirlo.
México, Andrea y los colibrís no son ya más que un sueño del que despertó para volverse a hundir en la cotidianidad anaeróbica del sobreático.
—Te preparé las croquetas como las hacía mamá. ¿Te acuerdas?
Fernando mira a su hermana, pero no atina ni a agradecerle el gesto. Ella se apresura a encender el televisor.
—Siéntate que abro una botella de vino para que brindemos. ¿Te apetece?
Con su silencio, él accede a la celebración. En la tele repiten un documental sobre buzos y belugas. Sentado en el comedor de casa, a Fernando no le inquieta la falta de flotadores.

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