domingo, 5 de abril de 2015

Domingo de Pascua (2)


Como toda la vida, a ti te toca ir a comprar la dichosa mona; antes de misa sería el mejor momento. Ni sueñes con saltarte la ida a la iglesia, como hacías de joven. Bueno, la verdad es que de unos años para acá ya no se te ocurre escaparte. Hacía sentido en vida de tu madre, pero muerta doña Ángela, muchas cosas han dejado de tener importancia. La última fotografía que le hiciste con tu cámara, cuando tenía el pelo todo blanco y la mirada apagada, ocupa el sitio predominante en el librero del salón. No podría ser de otro modo, aunque siempre esté cubierta de polvo, igual que las madreñas y la colección de platos de cerámica que la custodian, justo debajo de los libros viejos de tu padre, que desde su deceso descansan a perpetuidad en las baldas superiores del mueble. Así viven también, empolvados y muertos de fastidio, los paisajes asturianos de montaña y las marinas mediterráneas colgados sobre la pared de la habitación. Solo hay un cuadro que tú limpias cuando tu hermana Helena y Hortensia, tu mujer, no se dan cuenta. No sabrías cómo explicar tu celo por mantener ese grabado libre de tierra, protegido del paso del aburrimiento.  Solo tú sabes que fue el último regalo que te hizo Andrea, la prima mexicana, tu primer amor y el único, de eso no hay duda, pero tampoco lo sabe nadie. Ella te envió la estampa en blanco y negro por mensajería a principios del año, por tu cumpleaños. Ordenaste el marco y el passepartout por internet, aunque al ahorrarte el viaje a la tienda, te tuviste que conformar con una cubierta de plástico en vez de un vidrio. Hoy esas montañas de México miran en silencio el discurrir pegajoso del sobreático, el hogar de tus padres en el ensanche barcelonés. También ha sido el tuyo desde tu nacimiento.
—¿Fernan, te vas o no a por la mona? —te dice Helena, disfrazando de pregunta su mandato. —Ya va a llegar la niña.
—Solo me falta calzarme —le respondes, entre avergonzado y molesto. Sabes que a Lena le gusta tener todo a punto antes de la llegada de su ahijada. Ejerce de madrina un par de veces al año y esta celebración es la más importante. Tu madre le enseñó a no abandonar nunca sus obligaciones, sobre todo las religiosas. Hortensia, por su parte, se levantó temprano para arreglar la casa —más de lo previsto para un fin de semana cualquiera— y estar lista a tiempo para irse a misa. No tolera perderse ni un minuto de la celebración dominical, menos aún si es el festejo de la Resurrección de Cristo. Te deja en tu habitación el portátil, la cazadora y el estuche para gafas que suelen ser parte de la decoración cotidiana del comedor. Esconde unas bolsas de plástico en un cajón y retira de la mesa la cubierta afelpada de hule. Hoy toca mantel de verdad.
Los pies te pesan más que de costumbre. No puedes prescindir de tu gastado jersey color vino porque la primavera aún no acaba de decidirse. Es increíble que lo sigas usando después de treinta años. Lo cierto es que ya te queda bastante ajustado, pero te hace ilusión conservarlo. Lo estrenaste el año en que conociste a Andrea. Este día en particular no querrías ponerte otro, aunque tienes muchos de donde escoger: no en vano año con año para Reyes, Helena u Hortensia añaden uno nuevo a tu muestrario. Pero hoy necesitas sentirte cerca de Andrea, aunque nadie lo sepa, ni siquiera ella. Hace un año reiniciaste la tradición, perdida durante más de cuatro lustros, de mandarle un regalo de cumpleaños. “Esperemos que tu 51 aniversario sea el último en que estemos unidos por la distancia”, le escribiste en la dedicatoria del libro que atravesó el Atlántico en aquella ocasión. No solo eso, sino que osaste anticipar lo que sucedería doce meses después: “Cuántas ganas de que tu 52 aniversario lo podamos celebrar compartiendo un gran beso matinal, dulce y prolongado”. Por supuesto, te es imposible olvidar la fecha, a pesar de que ahora ningún obsequio haya cruzado el mar. Encima, este año el cumpleaños de Andrea coincide con la Pascua. Hoy las astillas que tus promesas rotas les dejaron en el corazón a ti y a ella les escocerán otra vez.
—¿Quiere que lo acompañe y de paso compramos lo que falta para la comida? —te pregunta Hortensia, que se ha quitado el delantal para lucir uno de sus dos vestidos de domingo. (Ya siete años y no te acostumbras a que te siga hablando de usted.)
—Prefiero ir solo —le respondes sin voltear a verla. —Casi mejor te quedas por si se le ofrece algo a Helena.
Te sientes tentado a hacer una parada en el despacho. Solo es cuestión de apearte del ascensor en el primero, abrir subrepticiamente la puerta, descolgar el teléfono y llamar a Andrea del fijo. Desde el móvil te saldría demasiado caro. Pero las piernas solo responden ante el camino seguro y familiar. Para qué volver a agitar las aguas. Como sentenció tu madre tantas veces: “Más vale malo conocido…”. Alcanzas la puerta principal del edificio, sales sin saludar al vecino del segundo, te diriges hacia la Pastelería Escribà, la de la Gran Vía. Doña Ángela no te perdonaría si acudieras a otro establecimiento. Pero cuando llegas te sigues de largo. Estás hasta el culo de comprar monas y huevos de chocolate. Que se jodan, Helena, Hortensia, y la niña.

Pero no te agobies, mañana seguro encontrarás la manera de disculparte con tu hermana. Será Lunes de Pascua, un festivo más. El aniversario de Andrea habrá concluido. Y a Hortensia nunca has necesitado darle ninguna explicación.

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