domingo, 21 de junio de 2015

.v.e.n.t.a.n.i.l.l.a.


ventanilla.
(Del dim. de ventana).


2. f. Abertura provista de cristal que tienen en sus costados los coches, vagones del tren y otros vehículos.


Resulta que en español usamos el diminutivo de ventana. [(Del lat. ventus). 1. f. Abertura más o menos elevada sobre el suelo, que se deja en una pared para dar luz y ventilación], para referirnos a esos huecos cerrados con un material transparente que tienen, por ejemplo, los aviones. En inglés se usa el mismo vocablo: window, lo cual no cambia el uso que les damos.

A mí me da miedo volar, siempre me ha dado, pero con el tiempo he buscado maneras novedosas de enfrentarme a ese temor. Una de ellas es pedir, justamente, el asiento junto a la ventanilla y, así, obligarme a ver para afuera y disfrutar la vista. Esta estrategia conlleva además la ventaja de ayudarme con la claustrofobia que me produce estar encerrada en un armatoste a miles de metros del suelo y no poder bajarme, ni asomarme, cuando se me dé la gana.

Esto funcionaba bien cuando a uno se le permitía escoger asiento en el avión, pero hoy en día los privilegios de quien se mueve por el aire cada vez cuestan más. Así que cuando vi que para elegir asiento tenía que pagar no sé cuántos dólares más, decidí conformarme con el que el azar me asignara: el de en medio de tres, por supuesto, en un vuelo de aproximadamente cuatro horas (de Houston a Seattle). Con la edad también he aprendido a pelearme menos con las circunstancias de la vida que no puedo cambiar, así que me acomodé en mi asiento entre dos hombres cero comunicativos, que iban, como el resto de la población de la aeronave, conectados o a algún aparato electrónico (teléfono, Kindle, iPad, laptop, gozando del wifi en mitad del aire) o a la pantalla que ofrecía, previo deslizamiento de la tarjeta de crédito correspondiente, entretenimientos varios en la parte de atrás del asiento situado enfrente.

Y yo ahí atrapada y con mi espacio vital reducido al mínimo. Pero lo más sorprendente de la experiencia fue que, para disfrutar el máximo del mundo virtual, todos los pasajeros sentados en las ventanillas las llevaban cerradas. Por más que alargaba yo el cuello para encontrar una abertura que me dejara ver el cielo, las nubes, los rayos del sol a punto de acostarse, todo era inútil y eso que era la tarde-noche, o sea, ni siquiera la hora de la siesta.

Mi compañero de al lado, el de la ventanilla, de pronto subía la cortinilla de plástico, se asomaba medio segundo y la volvía a bajar. Yo intentaba atrapar algo de la vista de afuera, pero resultaba casi imposible. Entonces empecé a escuchar que una mamá (o una abuela) hablaba con un niño pequeño en el asiento de atrás, donde sí entraban la luz y el cielo, señalándole el paisaje para distraerlo de sus incomodidades. Pero desde mi sitio era imposible compartir la vista. En una de esas, mi vecino de la izquierda abrió "su" ventanilla y yo, descaradamente sí, me le puse casi encima para ver para afuera y creo que entendió el mensaje, porque no la volvió a cerrar. Y me encontré con una de las vistas más espectaculares: las Montañas Cascade, rodeadas de nubes, encendidas por el sol del atardecer. No entendía cómo era posible que los demás pasajeros se perdieran el espectáculo.

Afortunadamente, mi compañero de vuelo no solo no volvió a cerrar la ventana, honrando así mi emoción por ver hacia afuera, sino que se durmió algunos minutos permitiéndome hacerle algunas fotos al imponente Monte Rainier:



Y como me dijo Lama Tenam, con quien hablaba de mi experiencia cuando me recibió en el aeropuerto: "Tenemos ventanas, pero no queremos ver..."


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