miércoles, 29 de julio de 2015

Home 10


para mis primas reencontradas, Pepa y Gela



Siempre me ha parecido que la voz inglesa home se acerca más a aquello que busco que sus equivalentes en español (hogar, casa, domicilio) y quizá la culpa la tengan Simon & Garfunkel con su "Homeward Bound", canción que marcó mis años mozos y a la que vuelvo cada tanto, como hice aquí hace casi dos años ya. (O tal vez sea ET llamando a casa, quién sabe.)

El caso es que probablemente sea una búsqueda que dura toda la vida y cuyos hallazgos van cambiando, como todo lo demás. Hace un año (sí, ya se acercan los aniversarios finales y el último — menos mal...) abandoné mi hogar, no físicamente pero sí en la fantasía, pensando que lo establecería del otro lado del Atlántico. Y no fue así. Me quedé a medio viaje, sin amarras y sin ancla, como un náufrago en mitad del océano. Hoy me reconstruyo y al hacerlo recompongo mi hogar, ese sitio más o menos seguro que está dentro más que fuera, pero que en el exterior se vuelve a conformar como una manera de recomponer el interior.

Hace unos días me fui de vacaciones a Acapulco, invitada por unas primas hermanas con quienes realmente nunca había convivido, más allá de las celebraciones de Navidad (en la casa de mis padres) o de Reyes (en casa de los suyos, mis tíos Angelita y Federico). La falta de convivencia se debió, entre otras cosas, a la diferencia de edades. A estas alturas del partido, esa queda hoy prácticamente borrada y nos podemos reencontrar como adultas, cada quien con sus historias pasadas y con la vocación de compartir parte de nuestra historia presente. Pasamos juntas, pues, nueve días en el puerto guerrerense, platicando mucho, leyendo mucho, soportando el calor inmenso, viendo Downton Abbey por segunda o tercera vez y reconociéndonos. Un lujo.

Una de las tardes acapulqueñas, un amigo mío nos invitó a la inauguración de una exposición en el museo del Fuerte de San Diego y fuimos. La muestra incluía objetos tejidos con palma (canastas la mayoría, pero no exclusivamente) por las mujeres de Tlamacazapa y unas acuarelas del pueblo y su devenir por un artista canadiense. Había, además, venta de los productos para apoyar el desarrollo de la comunidad y, animada por mis primas, compré la canasta que hoy cuelga en la pared de mi sala (esa que parece una mandala con forma de estrella) junto a un plato ruso, regalo milenario de mi amiga Natasha, que me ha acompañado más de media vida ya.

Cuando escogí la canasta, les comenté a Pepa y a Gela que adquirirla era para mí un acto simbólico de volver a echar ancla en mi hogar cuernavacense, reencontrado también después del fallido medio viaje de la esperanza. Un paso más en la reconstrucción de mi persona adentro y afuera.


Tejedoras de Tlamacazapa en el Fuerte de San Diego

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