Dos versos del poema 20 de Neruda acomodados a mi modo, adaptados a mi momento:
Ya no lo quiero, es cierto, pero cuánto lo quise.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.
Y asusta, me asusta, el olvido. Dejar de querer me asusta. El olvido abre un hueco y el aire fluye con más libertad, pero de pronto se detiene, desconoce, busca lo conocido, no lo encuentra. Sigue su camino.
Hace muchos años, terminaba una relación con un novio hindú, mi primer gran amor correspondido, o fantaseadamente correspondido. Recuerdo con gran claridad cómo me dije a mí misma: "Si logro salir de esta —de este dolor, de este abandono, de esta soledad—, podré salir de cualquier cosa".
Lejos estaba yo, a mi 22 años, de saber todas las demás —interminables por definición— instancias de dolor, de pérdida, que me tocaría enfrentar en la vida. Como a todos. Pero hoy, saliendo de la más reciente, recordé aquella primera. Igual tenía yo razón en confiar en mi propia fuerza, a veces oculta y aparentemente inaccesible, pero presente a pesar de todo.
Hoy escucho canciones que fui subiendo al blog a lo largo sobre todo de 2014 y me impacta que no me hagan sentir lo mismo que entonces. Las letras y la música son las mismas, pero ya no me dicen lo que me decían. Y eso es, otra vez, un alivio. Y también me duele. Un poco. Me da tristeza cómo cambia la vida. Cómo cambiamos nosotros y dejamos de ser.
Aprendí a desnombrarte. No nombrarte, después de haberte nombrado tanto.
Y la tristeza es diferente. Es mucho más expansiva. Es la tristeza de estar viva, donde cabe, también, la felicidad. La felicidad de estar viva. Pese a todo.
Me da tristeza pensar —cuánto de lo que nos sucede solo nos sucede en la mente— que mañana Barcelona podría dejar de ser España. Esa Barcelona que no llegó a ser mía, o solo a trozos, y que hoy se siente más lejana que nunca.
Hace un año se moría la gata Boo y yo no paraba de llorar. Hoy me duele menos, mucho menos. Ya no lloro. Y eso me asusta. Y me libera. Me asusta sentir cómo dejamos de ser parte uno de la vida del otro. Me asusta pensarte allá tan lejos, en un tiempo y en un espacio ajenos, y entonces no te pienso o solo un poco, muy poco. Y ese a quien pienso poco o nada tiene que ver con ese que serás ahora a quien ya no conozco.
He cambiado el sentido de mi vida.
Y el otoño sigue floreciendo, porque también florece el otoño. Con flores amarillas brillantes, como el pericón a la espera de San Miguel:
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