domingo, 15 de noviembre de 2015

Una certeza


Primero me quedé en silencio. Y luego me volví a preguntar. Me he preguntado mucho. Otra vez más desde hace un par de días. Y me sigo preguntando.

París. México. Beirut. Siria. Kenia. El Tíbet. La Tierra.

Veo el montón de comentarios y reflexiones vertidos en las redes sociales. Me impresionan, todavía, aun más, las etiquetas, las culpas, las distinciones, el maniqueísmo, nuestra capacidad ilimitada de juzgar a los demás y encasillarlos, aparejada a nuestra incapacidad de voltear hacia dentro y detectar ahí la violencia, la intolerancia, la compasión condicionada por nuestras preferencias, nuestros apegos y nuestros odios, que parecen justificar los ataques (desde los juicios hasta los atentados) contra quienes no quedan resguardados y separados en nuestras visión parcial y limitada del mundo.

Darnos cuenta que, en última instancia, las víctimas y los victimarios (cuya definición depende, por supuesto, de dónde nos situemos, como sucede con los amigos y los enemigos) son humanos, son iguales a nosotros. Padecen de la misma ignorancia, del mismo egoísmo, del mismo sufrimiento, y gozan también de la misma capacidad para el despertar, por increíble que pueda parecernos.

Darnos cuenta que somos parte de la cadena de causas y condiciones de este mundo enloquecido donde nos tocó vivir, que todo es interdependiente y que nunca el odio, por más justificado que pudiera parecernos desde nuestra limitada perspectiva, podrá ser la solución.

El odio a quien sea, cuando sea, como sea es el otro lado del amor condicionado y limitado por nuestro egoísmo. Solo desde ese reconocimiento, me parece, podrá írsele dando la vuelta al patrón de violencia que entre todos hemos creado. Solo trabajando hacia adentro y reconociendo incluso (y sobre todo) lo que no nos gusta, para entonces poder transformarlo (desde adentro, sí) para que nuestro actuar hacia afuera empiece a ser diferente.

Solo así.

Como dijo el Buda, hace más de 2,500 años (y como lo han dicho otros muchos en otros momentos y lugares —¿cuánto más hace falta para que lo entendamos?—): El odio no cesa con el odio, sino con el amor. Esta es la regla eterna.

Y el amor no es sonreír plácidamente y hacernos los buenos, el amor es el anhelo de que uno y los demás, todos todos todos, sean felices, y va de la mano de la compasión, es decir, el anhelo de que uno y los demás, todos todos todos, estén libres de sufrimiento.

Solo de una actitud así pueden surgir las acciones necesarias para alcanzar la tan mentada paz, de adentro hacia afuera, con un compromiso profundo en ambas esferas, atreviéndonos a ir más allá de las etiquetas superficiales con las que solemos relacionarnos con nosotros mismos y con quienes nos rodean.

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