Eso dicen de las violetas blancas, que son chiqueonas. Este adjetivo no está registrado en el diccionario de la RAE que, para mi sorpresa, sí registra el verbo correspondiente:
No se trata tanto de que se les mime, se les acaricie o se les consienta, de hecho, a las violetas, dicen también, no les gusta que uno les hable. (Tampoco es que yo hable demasiado con ninguna de mis plantas, la verdad.) Pero la fama de las violetas blancas es que florean con dificultad, más o menos cuando se les da la gana o cuando uno menos se lo espera. O sea, que son de contentillo, pues. Aunque a decir verdad, las mías son leales y súper cumplidas, incluso después de que una de mis gatas las desplantó y jugó con ellas. Cuando las descubrí todas maltrechas y con el tronco demasiado crecido, las puse en agua (eran dos) hasta que volvieron a echar raíces. Entonces las replanté y en unos cuantos meses han empezado a florecer otra vez. (También puse algunas de hojas en agua para criar más hijos, pero esas sí que no sobrevivieron.)
El adjetivo en cuestión a mí me evoca, además de las violetas blancas de otros, a mí misma de niña. Aunque el contexto no es del todo claro, me llega la voz de mi madre, en cuya boca la descripción debió de haber sido más bien una forma de censura, o la de mi tía Olga, invitándome a acurrucarme con ella.
Y mis gatas, la chiquita, que ya está enorme, y la grande, que ahora se ve más chiquita, también son chiqueonas: entre ellas o tratando de encimárseme a la menor provocación.
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