Así suelen ser mis experiencias cuando convivo con mi "familia", es decir, con una colección de individuos más o menos heterogéneos que estamos vinculados por lazos de parentesco. (Bueno, no es tan horrible como suena...)
La más reciente fue a propósito del bautizo del primer nieto (lindo bebé de casi seis meses) de una de mis primas mayores (yo soy la menor de todas). No había demasiada familia: la prima mayor, con su marido y un par de hijos, entre ellos, mi sobrina mayor, de quien ayer decidí declararme prima, y sus dos hijas, una apenas cinco años menor que el mío. (Esta información es solo para mostrar cómo las generaciones estamos entrecruzadas, por decirlo de algún modo.) Estaban también otro primo (ese sí de mi edad) y otro sobrino (bastante más joven que yo), solos.
Globos a la salida de la iglesia |
Mi sobrina-prima hizo un comentario, a propósito de otro de su madre, señalando que ella estaba en esa delgada línea entre los "buenos" y los "malos". (Supongo que en muchas familias hay quienes se consideran "buenos" y, como tales, señalan como "malos" a quienes pertenecen a otra facción.) Pero más allá del maniqueísmo, la condición de ocupar un espacio indefinido, cambiante y escurridizo me resultó muy atinada y me identifiqué plenamente.
Cuando estoy en "familia", pues, tengo la sensación, más o menos sutil según la ocasión, de no pertenecer del todo, de estar pero no estar plenamente ahí, de compartir algunas cosas (sobre todo recuerdos y alguna opinión, quizá), pero de no poder mostrarme como realmente soy. Estas reuniones suponen, quizá por naturaleza, un espacio donde hay una serie de lineamientos de comportamiento, mucho más implícitos que explícitos, que limitan las interacciones más honestas o más profundas, aunque también es verdad que la expresión de cariño encuentra —casi siempre— algún resquicio por donde mostrarse, entre los patrones y etiquetas habituales con los que aprendimos a relacionarnos.
Retrato de familia en globo |
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