Ayer me encontré con mi hijo donde doña Mago. Necesitábamos comprarle tortillas, que ella hace a mano, para aprovisionar nuestro congelador y Santiago propuso, pues, que nos viéramos allí, a su regreso de la universidad, y aprovecháramos también para comer (gorditas, quesadillas, sopes).
Él iba de malas y sin muchas ganas de hablar. Yo, de buenas y con ganas de platicar. Mala combinación. Entonces le pregunté a doña Mago qué había para beber y me mandó a la ventana del otro lado de su changarro. Me dirigí hacia allá y volví con un agua de mango para compartir con Santiago. Para entonces yo ya tenía mi quesadilla de quelites enfrente de mí y él, la de tinga. La plática seguía ausente.
Entre bocado y bocado, descubrí en el patio, un triciclo a la mitad de la nada. Haría una buena foto, pensé. Saqué la cámara y cuando me disponía a disparar, un hombre mayor, que venía de la calle, se metió en el campo visual. Logré darle al disparador antes de que se fuera.
Le enseñé a Santiago lo que había capturado con la cámara y después de un rato, él empezó a contarme sus cuitas universitarias (un examen en el que podría haber salido mejor) y el hielo se rompió. Nos fuimos bien comidos, con las tortillas ardiendo envueltas en un trapo y con la imagen para el tema de hoy de mi grupo de fotografía:
Voz interior |
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