jueves, 27 de octubre de 2016

hallazgo 13


Y sigue la mata dando, como quien dice. O sea, de pronto me injerto en pantera (sucumbo ante las garras de una excesiva reacción emocional) frente a lo que vivo como un rechazo de alguien que supuestamente me quiere y tendría, por lo mismo, que actuar de esta o aquella manera. Medio alcanzo a vislumbrar que hay algo que no cuadra en la situación, que el dolor que siento supera con creces lo que está sucediendo en realidad y que, en última instancia, tiene que ver más conmigo que con el otro (en la misma medida en que la forma de actuar de ese otro u otra tiene que ver mucho más con él o con ella que conmigo).

Hoy, me tocó comer sola, pues por fortuna el médico ya le dio permiso a Santiago de manejar y hacer su vida casi normal (antes del alta definitiva prevista para dentro de un mes) y mientras me preparaba mi plato, de pronto me cayó un veinte (o el mismo viente de siempre): Mi vivencia del rechazo (que incluye una gama que va desde una ligera indiferencia hasta una agresión flagrante) está directamente conectada con el rechazo primigenio: la incapacidad de mi madre para conectarse conmigo de forma amorosa y clara.

Y entonces, volví a ver (quién sabe cuántas más sean necesarias) cómo lo primero que se me dispara cuando me siento rechazada (o no querida) es la sensación de que hice algo mal, dejé de hacer algo que se esperaba de mí, no fui suficiente o fui excesiva, en resumen, de que es mi culpa (otra forma protagónica de mi viejo y querido ego). Darme cuenta de ello (por enésima vez), me dio un respiro y una sensación de alivio. Pude dejar de pelearme con la imposibilidad de entender el actuar de los demás (de mi madre, en su momento, de algunos, hoy) y de martirizarme a punta de por qués.

Uf, así, hasta la próxima.
Y disculpas a quien resulta afectado más de cerca por el dichoso patroncito... (perdón, changuito).















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