domingo, 26 de noviembre de 2017

M.e.n.t.i.r.a


Yo intento no mentir. Porque lo hago muy mal. Porque se me nota a la legua. Porque cuando lo hago, las cosas suelen complicarse sin necesidad. Porque mi "religión" no me lo permite (es decir, porque sé que las consecuencias de hacerlo no son buenas ni para mí ni para los que me rodean, incluso con las "mentiras piadosas").

Pero a veces miento. (Como todos, supongo.) Y me sale mal. Y lo lamento. Y me siento fatal.

Así pues, hace dos días mentí. Le dije a una amiga, que me había invitado a su casa junto con otras amigas, que me iba a México el viernes cuando en realidad me iba el sábado muy temprano. Cuando lo hice, sí pensé que era una mentira, pero también pensé que la verdad requería de muchas más palabras que no cambiarían el desenlace (no podía ir a la reunión). Y total, solo un lapso de doce horas convertía a la verdad en mentira, me dije. No tenía ganas de dar explicaciones, ni de dar pie a intentos de hacerme cambiar de opinión.

Estaba agotada. Exhausta. No había acabado un trabajo. Tenía que bañarme (ni loca lo haría de madrugada). Tenía que regar plantas. Tenía que limpiar la arena de las gatas. Tenía que lavar trastos. Y quería acostarme temprano.

Y resultó, claro, que se me ocurrió tomar una camionetita, que nunca tomo, porque me iba a dejar en un lugar desde donde era más factible irme a mi destino final. Llegué con tiempo. Escogí un lugar muy incómodo, junto a la puerta por donde todo el mundo pasa, pero me cambié porque me encontré con otra amiga que hacía siglos que no veía y con la cual, en realidad, nunca había platicado. Cuando estábamos apenas iniciando la charla, se subió a la mentada camionetita la amiga a quien le había dicho que me iba el día anterior.

Me sentí como la gran mentirosa a quien el globo le explota en la cara. O la niña a quien descubren con la manos en la masa. Me dio vergüenza. Me dio pesar. Y, además, no pude hacer nada. La amiga recién llegada me saludó y se sentó más atrás. En algún momento intenté buscarla, pero iba leyendo. Entonces seguí platicando. Traté de soltar el malestar y lo logré, en parte, pero me sentí como observada todo el camino (más que nada por eso que Freud llamó mi "superyó" o alguna entidad así).

Al llegar a México, una parada en plena calle en un lugar que no reconocí del todo y donde se suponía que me esperarían, me despedí de la amiga con quien platiqué. Y la otra amiga, se despidió de mí. Rápido. Y me quedé sola con mi culpa y mi confusión. Acabé caminando muchísimo más de lo necesario, equivocándome de parada de metrobús, casi llegando tarde y sintiéndome completamente inadecuada (el sufrimiento del sufrimiento, que dirían las enseñanzas budistas).

Y, sí, lamento haber mentido. Reconozco que otro ingrediente en la génesis de esta mentira fue una sensación de desencuentro con la amiga en cuestión, que guardé en lugar de compartir a tiempo y resolver. Y, claro, se hizo mucho peor.


Y lo siento, de corazón.

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