lunes, 7 de enero de 2019

«No es tiempo para sueños»


Yo, cada vez que termino de leer una novela, sobre todo si es una buena novela, entro en un periodo de duelo. Extraño a los personajes. Extraño tener páginas por delante para saber más de ellos. Lamento, de algún modo, haber llegado al final.  A ese sitio irremediable donde no hay marcha atrás.

De hecho, cuando voy más o menos por las tres cuartas partes del libro, empieza a atacarme el síndrome de me.muero.por.terminar.versus.que.no.se.me.acabe.por.favor. 

Esto fue justamente lo que me sucedió, desde hace varios días y en extremo ayer, al estar terminando No es tiempo para sueños, novela escrita por mi amiga Soledad Román Collado. (Aquí puedes enterarte de más cosas sobre esta obra e incluso comprarla.)

En mi reciente viaje a España tuve la fortuna de encontrarme con Sole y conocernos en carne y hueso (desvirtualizarnos que diría mi amiga Àngels). (Conocernos ya lo habíamos empezado a hacer, con bastante profundidad, como compañeras de un taller de escritura de proyectos narrativos con nuestra Isabel Cañelles.) En esta ocasión fue en Barcelona y nos comimos sendos pedazos de empanada, bebimos una coca (ella) y una cerveza (yo), hablamos de la vida y de la escritura y me trajo (y autografió) su libro.

¿Qué mejor compañía para un interminable viaje trasatlántico (de vuelta a casa) —pensé— que esta, la primera novela de Sole (a la que la traía ganas desde hace un año que se publicó)? Así que empecé la lectura de No es tiempo para sueños en el aeropuerto de Madrid, leí un poco más en el avión, seguí en el aeropuerto de Newark, leí un poco más en el segundo avión y para cuando llegué a mi casa estaba enganchadísima con la historia. 

La novela de Sole cumple, sin lugar a dudas, con la que Margaret Atwood señala como la regla principal en la teoría sobre la novela, a saber, «mantén mi atención». No solo mantuvo mi atención de principio a fin, sino que casi podría decir que la secuestró y que disfruté enormemente el secuestro. Una vez que cerraba el libro en la noche, después de «solo un capítulo más», las voces de los personajes de la Cartagena de principios del siglo pasado que nos dibuja Sole seguían haciendo eco en mi cabeza.

Me encariñé, mucho, con ellas: Concha, la protagonista del libro; su profesora, doña Amalia, y su abuela, doña Asunción. (Y con Joaquín, su hermano pequeño, que es un encanto.) Esto es lo que a mí más me gusta de leer una novela: encariñarme con sus personajes, aunque acabe extrañándolos tanto después. Y también me emocionaron muchos momentos, entre los que destaca el (logradísimo) enfrentamiento entre doña Asunción y el padre de Concha.

Los predicamentos en que la vida va poniendo a Concha, sus dudas y miedos, su valentía, sus lágrimas, sus ilusiones, sus sueños resonaron con los míos, los de antes y los de ahora. Sí, me identifiqué con el personaje, como me ha sucedido con la Jane Eyre de Charlotte Brontë o la Colometa de Mercè Rodoreda. Y doña Asunción es para Concha lo que fue para mí mi tía Olga. He aquí, pues, otra clave de una buena novela: poder reconocernos en los personajes y lo que hacen, lo que piensan, lo que sienten. Casi volvernos uno con ellos. O volvernos, durante un instante al menos.

Leer No es tiempo para sueños implicó, además, una fuerte inspiración en mi quehacer como escritora: yo, como Sole, seré capaz de terminar y publicar una primera novela (si me aplico con disciplina a la revisión del primer borrador, como platicaba con ella). 


Aquí mi ejemplar de la obra, tras su lectura, custodiado por mi Ñaña.




Y solo un pero para el libro, que no para la historia de Sole: la falta de consistencia en la revisión por parte de la editorial. Erratas hay siempre, eso lo sabemos todos, pero esta edición tiene más de las que corresponden a los duendes de la imprenta. Esta, y cualquier obra, se merece más cuidado en este ámbito.

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