viernes, 24 de enero de 2020

Tan lejos de Cuernavaca


para Santiago, que está en la otra orilla

Mi tío Achim, que en realidad no era mi tío sino un amigo gay de mi abuelo, llegaba a la casa de mi abuela Rosa todos los martes. O quizá, los jueves. A la misma hora. A media tarde. Las cinco, por ejemplo. Y entonces ella, que en realidad no era mi abuela, sino la madrastra de mi madre, le tenía ya preparado un whisky con hielo y agua, no recuerdo si con burbujas o sin ellas, en un vaso jaibolero. Debo haber probado su bebida a escondidas porque hoy, cada vez que alguien me ofrece un trago de whisky, me sabe a mi tío Achim. Me lleva de vuelta a esa mesa redonda, de madera, al centro de la terraza de la casa de Cuernavaca. Hacia ella, se abrían dos puertas: la principal, que daba a ese espacio intermedio sin nombre entre la sala y el comedor, y la de la cocina, que daba, claro, a la cocina. Ruidosa, desordenada. Viva. Alrededor de esa mesa nos reuníamos antes de la cena los fines de semana, o algún día de vacaciones, cuando mis papás llegaban de la ciudad, a jugar continental. Mis manos y las de mi hermano eran tan pequeñas que nos daban unos discos de plástico y hule para sostener las cartas. El mío era azul por fuera y verde por dentro. Lo mejor era cuando estaba mi tía Olga, que en realidad era mi tía abuela, más abuela que tía. A veces, yo me quedaba con ella ahí por la mañana, escapándome de la hora reglamentaria para tomar el sol y nadar, a jugar canasta. Solo las dos. Aunque decían que el juego era mucho mejor entre cuatro. Yo adoraba ese momento. Cuando cumplí los 16, dejamos de ir a la casa de mi abuela Rosa. Mi abuelo había muerto siete años antes, después de pasarse casi diez en una cama sin hablar ni moverse ni ser humano. Y mi madre nos dijo que odiaba a Rosa, que le vendería la parte de la casa que había heredado de mi abuelo, y que no volvería nunca. Desde entonces me pregunto cómo fue que durante tantos años nos dejó, a mi hermano y a mí, a cargo de Rosa si la odiaba.

Hoy estoy en casa de Ana, en mi despacho que es suyo pero me lo presta, con todo y adjetivo posesivo cuando está de buenas. Del otro lado del Atlántico. En Madrid. En un piso que no huele a Heno de Pravia. Que a veces huele a aceite de oliva, de las cocinas vecinas que dan al patio, o al pimiento del pisto o a tabaco o a lejía, una vez a la semana. Lejísimos de Cuernavaca, pero cerca, porque Ana conoció a mi abuela Rosa y la quiso. Y ella la quiso de vuelta y le regaló unos huipiles yucatecos bordados, que aún conserva, me ha dicho. A mí también me regaló alguno, pero un día que la locura coqueteaba conmigo, me deshice de él. Después de un sueño en que me tiraba un clavado al borbollón del río en Las Estacas, a hora y media de Cuernavaca. Ya estaba casada. Mi hijo tendría un año y pico.  Y el divorcio no era posible. Pero luego lo fue. Y yo me quedé con la vajilla de barro de Capula, de fondo café oscuro, decorada con círculos azules y animales fantásticos. Y tú te quedaste con el sofá amarillo que hacía varias vidas había dejado de ser amarillo. Y yo me fui de casa. Y empecé esta larga travesía en soledad. Que a veces es desolación, pero que cada vez más es eso, solo soledad.

Como la que, aún en compañía, se metió al ático vuelto habitación en un hotel de Lisboa hace casi seis años. Era mayo. Hacía buen tiempo. Yo me salí por la ventana, que no tenía balcón, para fumarme un cigarro sin que el detector de humo se diera cuenta. Sin que tú detectaras que las lágrimas se me salían. Casi. Y vi esa nube. Y te dije que las nubes en Lisboa eran tan distintas de las otras nubes del mundo. Y me dijiste que eran nubes atlánticas. Que era por eso. O sería porque tú y yo creíamos que el amor esta vez nos sonreiría, como la brisa atlántica nos acarició la desnudez de madrugada. Nos iluminó el amor, sí, y nos dio calorcito unos cuantos días. Sobre todo cuando nos dimos la mano para caminar por los adoquines lisboetas y no resbalar, aunque caímos. Como en un sueño. De la mano de un jovencísimo Bruno Ganz que nos llevó hasta el reloj que camina hacia atrás. En el British Bar. ¿Habrá sido solo una película que me inventé mientras dormía? En la vigilia te me entrometes aún. Y en mis sueños te entrometes aún, diciéndome que no me puedes besar porque tu madre está en la habitación de al lado. Qué absurdo. Qué claro. Qué necedad la de mi inconsciente.

Por eso, en toda conciencia, volé a este lado del mundo. Pero no a tu ciudad. No a la que pudo ser mía. A la que pudo ser nuestra. Sino a la que tanto le gustaba a mi padre y yo desprecié en un primer momento. Ahora la camino. La descubro. Y fotografío un guante solitario olvidado, sin mano que lo sostenga, en el suelo de un vagón de metro solitario y me pregunto cuál será su historia. Me pregunto dónde andará su pareja. Fotografío pies, mientras sus dueños se pierden en sus móviles o se besan ajenos a lo que sucede a su alrededor. Escucho a la pareja que va anunciando la siguiente estación. Y la siguiente. Y la siguiente. Los echo de menos cuando no me avisan por dónde voy. Les agradezco cuando me recuerdan que me cuide de no meter el pie entre coche y andén en las estaciones en curva. 

Y no estoy sola. Tengo el whisky de Achim, y los platos de la vajilla de Capula, y el guante abandonado, y la brisa atlántica y las urracas, blanquinegras, que vuelan frente a la ventana mientras escribo en Madrid. Tan lejos de Cuernavaca.


2 comentarios:

  1. Gracias por el relato, por abrir tu sentir, por tu valentía que me recuerda la mía. Abrazos amiga querida

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    1. Un placer que me leas, como siempre, querida amiga, y que nos conectemos así a través del mar. Abrazos de vuelta...

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