viernes, 5 de marzo de 2021

Paseo matutino

 






Una golondrina y su sombra parecen dos golondrinas: una surca el espacio; la otra, una pared.  Escucho gorjeos, rechinidos, trinos, conversaciones, graznidos. Sonidos que no sé nombrar. No hace falta. Todos los pájaros del mundo saludan el nuevo día. Discuten. Hablan entre ellos. Se hacen notar. El vecino ciego sale también, como todos los días. Poco después de mí. Hoy solo lleva un palo con que se va guiando y que luego usa para ejercitarse. Hoy dejó en casa el bastón que va anunciando su presencia. El aire de la mañana está fresco, casi frío, y se siente rico en mi piel. También se siente rico el suéter ligero y largo que me acompaña cada mañana. Me encuentro con las dos gatas que alimentamos por las noches. No creo que sepan que yo soy la señora de las croquetas. He bajado pocas veces a servírselas. Pero no salen huyendo. Buscan las sombras de los coches para resguardarse del sol que empieza a calentar. Subo la cuesta que lleva a la salida del condominio. Una vez. Dos veces. Y ya me falta menos el aliento. Una vez arriba, saludo con la mano al guardia en la caseta. Me devuelve el saludo. Vuelvo a bajar y me interno en el jardín que rodea a la primera alberca. Camino por el pasto y me imagino la sensación de hacerlo descalza. Llego hasta el borde del terreno, donde el pasto está adornado por un tapete irregular de flores de jacaranda. La única que ha florecido más o menos en forma. El olor dulzón de las flores caídas permea sutilmente el aire. Veo caer una. Va haciendo zig-zag, en una danza suave, mientras recorre el camino que la deposita sobre el pasto. La sigo con la mirada. Veo dónde aterriza. Me acerco y la recojo. La pondré entre las hojas de algún libro. Bajo la cuesta de regreso y me acerco a los ventiladores del supermercado que silencian cualquier otro sonido que no sea su constante runrún. Intento no pelearme con ellos. Respiro. Sigo. Llego hasta la alberca del fondo, mi alberca, y la rodeo. Veo el reflejo de la vieja jacaranda en sus aguas. Sueño con nadar pronto. Y sigo camino hasta llegar adonde vive el jacalasúchil que plantáramos hace siglos Santiago y yo en una maceta, a partir de la rama caída del árbol de una amiga. Luego hubo que pasarlo a la tierra tierra. Está enorme y se está llenando de botones de flores. Imagino su aroma. Me acuerdo de la casa de Cuernavaca de mi abuela Rosa. De mi tío Jean que se cayó de uno de estos árboles cuando intentó colgarse de su rama. De la sangre blanca que mana de su ser si sufre cualquier herida. Veo una libélula café (marrón dirían allá) sobre la pared del último edifico. Parce haber perdido un ala. Emprendo ahora el camino por la espalada de los edificios , donde nunca hay gente. Es un pasillo estrecho e irregular. Me siento protegida. Lo recorro de ida y de vuelta varias veces. Me detengo a ver el rosal de rosas anaranjado oscuro que se va llenando también. Sus hojas tienen manchas de pintura y pienso en la Reina de Corazones y Alicia. Llego al final del pasillo y salgo a otro trozo de pasto donde hay otro jacalasúchil. También le dicen flor de mayo. Es hijo del nuestro, como todos los que viven por aquí. También tiene botones. Me acuerdo de Fernanda, que los ama. De Fernanda con quien no tengo contacto hace mucho. La flor de plátano de la esquina ya se esetá transformando en frutos. Quién sabe qué será de ellos. Me asomo al balcón de doña Pina. Le hago una foto a una de sus flores, el geranio blanco que tanto me gusta. Sale bien aunque aún no le dé el sol. Y vuelvo a casa. Antes de subir veo una luna diurna, medio transparente, equivocada, sobre un cielo muy azul. Cuántas cosas caben en media hora y un pelín.


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