miércoles, 30 de noviembre de 2022

Invitado: Horacio Rodríguez D

 

LO QUE SIGUE DEL VIRUS

Me había hecho el propósito de no escribir sobre el Covid-19, para no sumarme a la enorme cantidad de personas que parecen sentir la necesidad de disertar gratuitamente sobre la pandemia y sus probables consecuencias. Pero lo hago porque opinar no cuesta nada, y porque me parece preocupante la cortedad mental y la ingenuidad que al referirse al tema han mostrado hasta ahora, entre otros, pensadores como Giorgio Agamben, Judith Butler, Jean Luc Nancy, Santiago López Petit y Slavoj Zizek a la hora de imaginar posibles escenarios una vez que se haya cerrado el ciclo de la enfermedad y emprendido la necesaria recomposición de las sociedades afectadas.
Cito a esos cinco porque me intriga el punto de coincidencia que los acerca: la idea de que los daños que acabará dejando el nuevo coronavirus debilitarán las estructuras del capitalismo, al punto de colocarlo al borde de la extinción. Basan sus perspectivas en la incapacidad que el sistema muestra a la hora de controlar las variables económicas, sacudidas por la interrupción del proceso productivo, la potencial quiebra de las empresas sin recursos para afrontar la parálisis, el derrumbe del precio de los energéticos, la acumulación de stocks por falta de ventas, el deterioro de actividades que hasta ahora habían sido componentes firmes de los PIB nacionales (como el turismo y los viajes asociados a él), la inestabilidad financiera, y unos índices de desocupación que por lo menos obligarán a reconfigurar las formas de trabajo y de relación laboral utilizadas durante los últimos cien años.
Personalmente dudo de que estos elementos, todos verídicos, basten para abolir definitivamente el modelo de producción capitalista, al que los pensadores que cito señalan -acertadamente, creo- como la razón de fondo que propicia (no que origina) crisis como la del Covid-19. El modelo ha atravesado por dos guerras mundiales, decenas de sangrientos conflictos armados regionales, varias depresiones económicas profundas (el crash de 1929, la crisis petrolera de 1973, la caída de la bolsa neoyorquina de 1987, la burbuja especulativa de 2000, el aplastamiento de la curva china de crecimiento en 2014) y no pocas epidemias y pandemias (la gripe española de 1918, la gripe asiática de 1957, el VIH Sida identificado en 1981, las gripes aviar y porcina, ambas de la primera década del siglo XXI). Y en cada caso no sólo encontró modos para recomponer sus estructuras, sino que logró fortalecerlas sólo con hacer inversiones de capital bastante reducidas y dejando siempre que el mayor costo fuera social, es decir ajeno a la esfera del poder.

En el terreno específico de la salud pública no se trata de una cuestión de dimensión ni de magnitud. En otras palabras, no es que la epidemia del Covid-19 sea mucho más amplia y letal que las otras: las crisis a que he aludido fueron, en proporción con los recursos y los conocimientos disponibles en cada coyuntura, consideradas de un alcance muy parecido que hoy le atribuimos al nuevo coronavirus. Lo que pasa es que empequeñecidas por el tiempo nos parecen más inofensivas.
Es, en el mejor de los casos, una inocentada pensar que la experiencia de este coronavirus va a forzar (y mucho menos a convencer) a los beneficiarios del modelo capitalista de que viven en el error y los va a conducir a abrazar un modelo diferente, repentinamente conscientes de que están poniendo en peligro el planeta de todos y fraguando su propia extinción. La reacción de este sector, previsiblemente, será una huida hacia adelante, reforzando lo que desde su óptica son los flancos más débiles del sistema; es decir, extremando los mecanismos de control social e intensificando las medidas coercitivas, en nombre de una presunta seguridad colectiva que (es lo que dirán) requiere los clásicos ajustes “dolorosos pero necesarios”. Y reforzarán este argumento poniendo como ejemplo las prácticas de control aplicadas en los países asiáticos para gestionar la pandemia, ya que todo indica que tales prácticas son las más eficaces para cumplir con esa tarea. Volveré enseguida sobre este tema, porque es el eje del presente comentario.
Mucho más lúcida que las ópticas de Agamben, Butler et al me parece la del filósofo surcoreano Byung Chun-Han, condensada en su artículo “La emergencia viral y el mundo de mañana”, que el pasado 22 de marzo reprodujo el diario El País de Madrid. Byung no sólo está en desacuerdo con la tesis del virus como detonante de un cambio socialmente positivo, sino que llega a una conclusión exactamente opuesta: el capitalismo saldrá de la pandemia mucho más resistente y dotado de mayores mecanismos para reproducirse a costa de las mayorías, que tras el ejercicio de la contingencia le habrán otorgado todas las atribuciones para ejercer una vigilancia desembozada y aplicar una mano dura implacable. Y esto porque los métodos para abatir más rápidamente la difusión de la pandemia apoyan su éxito en el uso desmesurado del big data y la vigilancia digital, que virtualmente anulan la noción de privacidad y proyectan, a escala planetaria, la posibilidad de un régimen policiaco digital asentado en el concepto de seguridad.
Apunta Chun-Han que en los países “occidentales” la instauración de un régimen semejante podría encontrar más resistencias, porque los habitantes de esos países somos más celosos de nuestra individualidad, mientras que en las sociedades asiáticas (China, Corea, Hong Kong, Japón, Singapur, Taiwan) prácticamente no existe ni la protección de datos ni la noción de esfera privada, y la mentalidad autoritaria de sus ciudadanos los vuelve más obedientes frente a las imposiciones del poder. No sé si sea verdad, pero en cualquier caso parece claro que desde hace unos años la población de América Latina está dispuesta a sacrificar gustosamente la privacidad en nombre de la seguridad. Baste recordar que esta última fue la palabra clave para que distintos gobiernos de derecha de la región (Macri, Bolsonaro, Piñera, Lenin Molina y compañía) recibieran el aval de un buen porcentaje de sus respectivas sociedades.

Dado que la estrecha vigilancia ejercida sobre cada uno de los ciudadanos de los países de Asia ha sido el elemento vital para frenar la tasa de contagio del Covid-19 antes de que ésta se volviera incontrolable (lo dicen las autoridades sanitarias de los propios países asiáticos, los virólogos y la Organización Mundial de la Salud), el recurso es presentado como la gran panacea frente a pandemias como la actual. Refiere Byung: “[En los regímenes asiáticos] el Estado sabe dónde estoy, con quién me encuentro, qué hago, qué busco, en qué pienso, qué como, qué compro, adónde me dirijo. Es posible que en el futuro controle también la temperatura corporal, el peso, el nivel de azúcar en la sangre, etcétera. Una biopolítica digital que acompaña a la psicopolítica digital que controla activamente a las personas.”
Legitimado por su eficacia para verificar que la gente cumpla con las disposiciones de las autoridades de salud en la actual pandemia, este control casi orweliano, reforzado por la telefonía digital y la creciente variedad de apps que recogen, clasifican y acumulan información individual, constituye una tentación demasiado grande como para que los gobiernos se limiten a usarlo sólo en situaciones de emergencia. Aunque en muchos países ha alcanzado ya un considerable grado de desarrollo (sin ir más lejos, el Centro de Comando, Control, Cómputo, Comunicaciones y Contacto Ciudadano de la Ciudad de México, “C5”, dispone de unas 19 mil cámaras de monitoreo público) lo más probable es que su extensión, su capacidad y su uso se multipliquen durante los próximos años, poniendo en manos del sistema mecanismos de vigilancia e intervención que hasta hace unos años pertenecían al ámbito de la ciencia ficción. Dotado de recursos como ese (que está lejos de ser el único), me inclino a pensar que el Estado, antes que desarticular el actual modo de producción, va a tomar las providencias necesarias para garantizar su conservación y neutralizar a quienes lo cuestionen.
Hace un par de días, el filósofo e historiador Enrique Dussel decía, en una entrevista por radio, que superado el trance de esta pandemia el género humano iba a tener ante sí dos opciones: 1) propiciar el desarrollo de un modelo que ponga el acento en la gente, en la naturaleza y en la vida, o 2) insistir, con algunos ajustes, en colocar el incremento constante de las tasas de ganancia por encima de cualquier consideración humanitaria o social. Prudente, Dussel no vaticinó cuál de las dos terminaría, en definitiva, siendo la escogida. Sin embargo, dado que habitualmente tiene los pies bien puestos sobre la tierra, me atrevo a inferir que, a diferencia de Agamber, Butler, Nancy y los demás, sospecha que la elección recaerá en la perspectiva que a él, a mí, y estoy seguro de que también a ustedes, nos resulta más negativa y desalentadora.
Por supuesto, no estoy pronosticando que apenas finalizada la pandemia el mundo amanecerá, de la noche a la mañana, enteramente dominado por un régimen autoritario digitalizado como el descrito por Byung Chun-Han; los ajustes del paradigma político-económico requieren tiempo (precisamente el tiempo que en este caso tenemos para alzar la voz, cuestionar y diseñar estrategias contra esos ajustes). Pero mucho me temo que esa será la tendencia, antes que la extinción razonada de un sistema de producción que, dañino como desde hace años ha demostrado ser, aún sigue redituándole a sus beneficiarios jugosas utilidades.
H.R. México, 5 de abril 2020
(original, en esta página)

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