Cuando regreso caminando de la escuela, suelo ir cámara en mano. Uno de los puntos clave en mi trayecto en pos de imágenes es el puesto de flores que se pone todos los días frente a un portón a medio camino entre el colegio y mi casa. Lo que más me gusta es que no haya nadie atendiendo el lugar. (La florista, quien vende flores y prepara adornos florales para su venta, como dice el DRAE, suele estar detrás de la puerta. Me imagino que vive ahí con su familia, quizás cuidando un predio que parece grande.)
Me gusta, pues, encontrarme con el puesto desatendido porque entonces puedo tomar alguna que otro foto, rápido, a hurtadillas, casi subrepticiamente, y hacerme de una dosis de adrenalina, pues siento como que me robo algo. (La verdad es que cuando la florista o alguien de su familia me han cachado, han sonreído. De hecho, he llegado a pedirles permiso para hacer las fotos, pero eso es menos divertido.)
Las flores más constantes son los girasoles.
Detrás de ellos, suele haber otras flores, como estás que podrían ser dalias.
Y de pronto, me encuentro con alguna sorpresa como esta: flores de ajo, ni más ni menos, según me explicó la florista cuando le compré unas la semana pasada.
A veces me llevo unas como estas y las mando hasta Argentina para celebrar el cumpleaños de una amiga queridísima.
O simplemente disparo mi cámara al pasar, antes de que salga la florista y, ya en casa, veo qué flores se colaron en mi vida.
A veces también me pregunto qué hago sacando fotos de flores cuando en mi país siguen muriendo jóvenes, víctimas de la delincuencia, o mis exalumnos, de los sensibles e inteligentes e informados, comparten posts en Facebook diciendo que dejemos de hacer planes, pues podríamos extinguirnos antes del 2050 a causa del calentamiento global.
Y como no me puedo contestar, hago fotos de flores...
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