Para Ma. Eugenia, que sabe hablar y escuchar
de amistad y desencuentros
(Gracias)
En Chimal, en la casa de mi comadre, hay muchas flores. La mayoría son pequeñas. O medianas. Y cíclicamente se asoman por los rincones del jardín. Cada estación me las vuelvo a encontrar. Iguales y diferentes.
Las rosas están entre las de mayor tamaño. Hay rosas rosas y rosas rojas. Y otras color granate, más pequeñas, que crecen en racimo. «Siete hermanas» les decía mi abuela Rosa.
Y los floripondios, claro. Esos son gigantes. De color durazno pálido.
Hay margaritas amarillas, justo enfrente de la ventana de la cocina, y aretillos rojos, al fondo del jardín, donde tienen su casa los pollos. También hay unas minúsculas, de color lila, las de la sinvergüenza, que duran apenas un día.
A principios de año, las dos jacarandas, que tiene en un par de macetas, se llenan de sus navecitas moradas. Y los geranios y malvones —rojos, naranjas, rosas, lilas— florean todo el año.
Y una vez al año, en la época de lluvias, sale la flor azul. Antes, al fondo del jardín, escondida, sigilosa. Ahora, en una maceta cerca de la mesa de vidrio donde desayunamos o comemos si hace buen tiempo. Si no llueve. Si no está demasiado fresco. Y dura, también, un día. En esta visita, vi por lo menos dos, porque ahora la planta es grande y la flor, cuando se marchita y se seca, da pie a un saco de semillas, que le permiten seguirse propagando.
Y aun sabiendo que será más común que antes, sigue manteniendo un halo mágico. Como de planta de cuento que, cuando el protagonista tiene la suerte de encontrarse con ella, le concede algún deseo o le hace realidad algún sueño.
Aquí, pues, la flor azul de este año:
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