lunes, 31 de agosto de 2020

tortilla de patata


De este lado del mundo queda mejor así, aunque yo en mi tierra diga tortilla de papa. Eso sí, para hacerla (aquí o allá), sigo las instrucciones precisas de mi padre, que él heredó de mi abuela, entre las que destacan algunos puntos esenciales:
  1. la papa se cuece en aceite (no se fríe)
  2. la papa hay que dejarla en el fuego hasta que empiece a deshacerse
  3. el huevo sirve solo para unir la papa, o sea, siempre hay menos huevo que papa
Y bueno, luego hay detalles. Yo la papa la tajo, no la corto, (después de pelarla, claro) y tardo horas en ambos procedimientos (es la parte que más me echa patrás cuando pienso en hacer tortilla; la otra es que se me pegue al echarla al sartén o al darle la vuelta, lo cual puede acabar en un ataque de muy mal humor) y le pongo algo de cebolla (como hacían mi abuela, mi padre y mi tía Marisa; no mucha pero algo, sí). En estos meses acá me he enterado de la pugna entre los procebolla y los anticebolla (a saber, mi amiga Ata y los gallegos o algunos, según me han dicho).

Lo que me distingue a mí es que no hago tortilla de patata con mucha frecuencia, más bien, rara es la vez. (Solía decir que la hacía cada 20 años, pero así no me salen las cuentas). Cuando me decido a hacerla, suele ir unida a una expresión de afecto por alguien. Así, recuerdo varias de las tortillas de papa que he hecho en mi vida:

  • la primera la hice en equipo con mi amiga Ángela, en casa de su madre y me imagino que bajo su supervisión, hace más de una vida
  • preparé una para mi primo Javier, hace un titipuchal de años, cuando me visitó en México y yo no quería que extrañara demasiado su casa
  • a mi marido le deben haber tocado de menos un par de ellas, aunque no las tengo tan claras
  • a Santiago, mi hijo, con seguridad le han tocado varias, además de las instrucciones para hacerla
  • a un novio, de cuyo nombre prefiero no acordarme, le tocó una espectacular (huelga decir que no supo apreciarla demasiado)
  • a mi nuera, Yaretzi, le hice una al poco tiempo de conocerla y también le compartí mis secretos

Ayer, en Barcelona, hice una también, el último domingo de agosto, al filo del final del verano.
Solo le faltó un pelín de sal.

Aquí algunos pasos del proceso:






Y me queda una deuda grande por cumplir:
la tortilla de papa que le llevo prometiendo a mi comadre Ma. Eugenia.
(Llegará, comadre, ya verá...)

domingo, 30 de agosto de 2020

Peñíscola

un lugar, varias vidas

un día nublado de agosto del 2020
(fotografía mía)








Hace 25 años visité por primera vez este destino de la costa valenciana. Había viajado a España con mi marido, que iba a exponer sus cuadros en Valencia y Barcelona. Peñíscola quedaba a medio camino entre las dos ciudades, así que supongo que por ello, y siguiendo alguna recomendación, fue que decidimos pasar allí uno o dos días. De aquella visita me queda un sabor a gozo y despreocupación. Las dos veces que hicimos el amor en una cama de un hotel de la calle principal. La locura del Papa Luna (o quizá sería cordura). Y una foto que me hizo Adrián en el castillo, con el mar y la juventud de fondo, el pelo alborotado por el viento, y un vestido rosa que me encantaba y que de este lado del mar podía usar sin sujetador. (Igual que estuve topless en la playa: impensable en México entonces.)

Hace apenas una semana, pasaba tres días otra vez en Peñíscola, destino elegido para reunirnos las amigas de Madrid y yo, desde Barcelona. (La comunidad valenciana no aparecía como foco rojo en las noticias sobre la pandemia.)

A mí, como decía Buñuel en Mi último suspiro, más que viajar, me gusta volver a los lugares donde ya he estado. Recordar. Volver a vivir. Descubrir cómo ha cambiado el sitio y cómo he cambiado yo. Veinticinco años es un cuarto de siglo y yo me convertí de joven esposa en mami chachi (1. adj. Esp. Estupendomuy buenoU. t. c. adv.), según el título que me otorgó uno de los camareros de El Pescador Ermitaño, restorán donde comimos todos los días de nuestra estancia. (Y, sí, podría ser la madre de cualquiera de las amigas del grupo...)

No es poco el cambio.

Pero el castillo del Papa Luna se mantiene y la postal que conforma al final de la playa, aparece casi igual en esta imagen de los años cincuenta que me regaló un amigo, cuyo tío era también aficionado a la fotografía:


un día indeterminado de mediados del siglo XX
(fotografía de Antonio Roselló, hermano de mi tío Pedro)





viernes, 28 de agosto de 2020

De fuente desconocida


Mi número PIN hasta el día de hoy es el cumpleaños de mi mejor amiga de segundo de primaria. Hay personas con las que ya no hablo cuyas familias siguen estando en mis oraciones. Hay camisetas que uso para dormir de exes de hace 8 años que ahora están casados y con hijos. Y no he encontrado una receta de ensalada de macarrones mejor que la de la madre de ni novio de la universidad. Nuestras vidas están hechas de tanta gente y cuando las personas se vuelven parte de nuestras vidas, algunas partes permanecen mucho después de que se hayan ido. Y exactamente de la misma forma, es reconfortante saber que hay tantas vidas de las cuales aún somos parte y no tenemos ni idea.


Caldes de Montbui









Original en inglés, aquí. Traducción al español e imagen, mías.

viernes, 21 de agosto de 2020

en Barcelona 3


Hoy vuelvo a amanecer con el sol en los pies, después de una noche en que me costó trabajo (mucho) dormirme (el calor, quizás).

Hoy despierto después de una pesadilla: mi gata, la Ñaña, tan chiquita y tan negra se había vuelto salvaje. Andaba en la calle, maltrecha, perseguida por perros y quizá otros gatos. Con el pelo erizado, despeinada y agresiva. Yo intentaba agarrarla para llevármela a la casa. No podía. Entonces, triste, desistía.

Hoy una canción de mi tierra, que resultó ser de José Ángel Espinoza «Ferrusquilla», me daba vueltas en la cabeza. Google, por supuesto, me la encontró (en voz de Julio Iglesias, como primera opción...). Aquí en otra versión de este lado del mar:


Hoy es un día menos feliz.
Pero pasará, igual que ayer.
Y vendrán otros.

jueves, 20 de agosto de 2020

Algunas cosas que me hacen feliz


  • Tomarme un tallat amb gel, que es un cortado con hielo en catalán, después de la comida.
  • Lavar ropa a mano, en especial si son mis prendas favoritas.
  • Comer un plato de arroz blanco (incluso hervido) con unas rebanadas de aguacate maduro. (Y a falta de un buen chilito mexicano, un jalapeño de Marruecos.)
  • Dar una sesión de terapia y que mi paciente tenga algún avance o, por lo menos, se sienta mejor. Y nos riamos. 
  • Engancharme con una serie y no poder dejar de verla. (¿Qué voy a hacer ahora que terminé La casa de papel?)
  • Hacer un sueño realidad, como entrar en la Casa Batlló y recorrerla.
  • Descubrir una escritora (o un escritor) y querer leer todos sus cuentos. Y sus novelas. Y lo que sea que haya escrito.
  • Comer jamón ibérico que recién compré en la charcutería de abajo de casa.
  • Volver a un sitio donde ya he estado, sobre todo (claro) si me gustó. (Me espera Peñíscola.)
  • Comerme una rebanada de melón de los de acá: alargado, verde oscuro por fuera, verde claro (muy claro) por dentro y con esa miel color calabaza al centro, donde hay que quitarle apenas las pepitas (y no tirarlo todo a la basura como la primera vez que partí uno ante la mirada azorada de Joana).
  • Que el sol me despierte calentándome los pies (y luego no me deje permanecer en la cama ni un minuto más).
  • Tener una corsetera de cabecera en el barrio.
  •  Pasearme por mi correo, mi blog y el feisbuc, a primera hora de la mañana (que para mí es por ahí de las 9:30), en pijama, con una taza (o dos) de té negro y una tostada con mermelada (de higo, por ejemplo).

fragmento del interior de la Casa Batlló

domingo, 16 de agosto de 2020

c i e l o


Del lat. caelum.
1. m. Esfera aparente azul y diáfana que rodea la Tierra.

O sea que el cielo en realidad parece y no es.
Está, pero solo en nuestros ojos. En nuestra mirada.
O quizá, más bien, en nuestro anhelo.

En su parecer, el cielo puede ser la marca de los lugares.
Es un azul cambiante y distintivo. Inconfundible. Como el de Madrid.
Profundo.
Brillante.

Y, claro, lo que lo distingue del de Barcelona, por ejemplo, es difícil de poner en palabras.

Del cielo de Madrid me enamoré. (Con todo y que los madrileños se quejaban de la contaminación.)
El de Barcelona lo empiezo a conocer, como si fuera la primera vez.
Me provoca nostalgia. De otros cielos. De otras vidas. De esferas aparentes y azules.
Diáfanas. Desaparecidas.

Hace unas noches, me fui con Joana y otras amigas a un concierto en el Café Palau.
Y me encontré con este trozo de cielo barcelonés, atardeciendo:



miércoles, 12 de agosto de 2020

veinticuatro


Hoy es tu cumpleaños, changuito, y por segunda vez en la historia lo pasamos separados. Hace 5 años tú estabas de este lado del mundo y yo te celebraba desde México. Ahora te celebro desde Barcelona mientras tú estás al cargo, junto con Yare, de nuestra casa en Cuernavaca.

En el plan original, yo habría vuelto ya a México y hoy probablemente nos echaríamos una función doble de cine y unas cervezas con pizzas, por ejemplo, como festejo cumpleañero, con Yare, claro. Quizá haríamos una reunión con tus (nuestros) amigos de la secundaria y jugaríamos Continental o Dixit. O tal vez se te habría ocurrido alguna otra manera de celebrarte. 

Pero hoy será un cumpleaños extraño porque 2020 está siendo un año extraño, de pandemia, de incertidumbre, de cambios imprevistos. Todo se transforma y poco es como lo habíamos imaginado, pero algo constante es el amor que te tengo. Diferente a la distancia, sí. Mezclado con extrañamiento y también con la satisfacción de sentirte cada vez más con las riendas de la vida en tu mano, fluyendo y adaptándote según las circunstancias. Cuidándote y cuidando nuestro espacio compartido, a nuestra gata, mis violetas y las demás plantas que ahora ustedes han sembrado. Con altas y bajas, que no es para menos en estos tiempos, y acompañándonos por sobre el Atlántico como mejor se puede.


Gracias, Santo, por tu compañía, tu serenidad, tu confianza, tu cariño.


Te deseo un cumpleaños feliz, y un año feliz y una vida feliz, con la fuerza y la flexibilidad necesarias para afrontar los tiempos difíciles y la apertura para disfrutar lo disfrutable.

Te quiero.
Todo.
Y te mando un pedacito de Barcelona con un beso enorme:





martes, 11 de agosto de 2020

en Barcelona 2


Ayer bajamos mi amiga Joana y yo a Barcelona. Bueno, así digo yo, aunque en realidad vivimos en Barcelona, pero en uno de los barrios pegados a la montaña y, técnicamente, al ir al centro, se baja hacia el mar. Teníamos varios planes y cuando volvíamos a casa en el metro, hicimos un recuento de lo logrado, que, según Joana, fue poco. A mí me parece que fue suficiente:

1. Conocí finalmente a la Carmela, la de Plensa, llegando al Palau de la Música. Y descubrí que en la mañana no le da la mejor luz (eso es cierto), pero yo digo que alguna foto habrá valido la pena, aunque a mi amiga no se lo parezca. (Ya volveremos de tarde a ver si tenemos más suerte con la luz.)

la trenza de la Carmela














2. Averigüé que se puede hacer una visita guiada al Palau de la Música por 14 euros. (Quizá valga la pena. Seguro valdrá la pena, pero hoy no teníamos tiempo.) De momento, la mejor imagen fue un detalle del trencadís que adorna diversos muros del edificio.












3. Nos tomamos un café, buenísimo, en la terraza del Palau y el mesero (camarero, que dicen acá) nos contó que hay conciertos algunas noches ahí mismo (planeamos ir el próximo jueves). En las puertas vidriera, cerradas ahora a cal y canto, se reflejaba el edificio de enfrente.












4. Finalmente, fuimos a visitar una librería nueva, la Ona, que Joana quería conocer y la encontramos cerrada por vacaciones. (Así es el verano acá.) Podremos ir después del 23 de agosto. Ahí ya no saqué ninguna foto. Pero eso sí, seguí mapeando Barcelona y acabando de asentarme en esta ciudad, medio vacía y medio cerrada, más por la pandemia que por el verano, me explica mi amiga.


5. De vuelta, en el metro claro, fuimos al mercado, por algo para la comida, y al estanco, por una tarjeta de transporte para mí. Quizá estos fueron los momentos más exitosos de nuestra mañana.

martes, 4 de agosto de 2020

i l'ardor temerari que m'encén

allunya les estrelles

Estos versos del poema "En la meva mort" de Bartomeu Rosselló-Pòrcel me han estado acompañando (por decirlo de algún modo) los últimos días (se repiten en mi mente en bucle a cualquier hora del día y los escucho en la voz de Maria del Mar Bonet). Ha sido como entrar en el túnel del tiempo.

Volver a la Barcelona de mis 17 años. Al paseo en el Barrio Gótico, una noche de verano, acompañada de dos de mis primos, cuando pasamos por fuera de un recinto, ni idea cuál era, donde la cantante mallorquina ofrecía un concierto. Después vino comprar el elepé cuya portada pintó Miró y llevármelo a mi casa en México, donde me lo aprendí de memoria como primer paso, pensé entonces, para aprender catalán. (También me llevé entonces una gramática de esta lengua y un diccionario catalán-castellano.) Me había enamorado de la ciudad, de la cultura, de un mundo en que me sentí totalmente acogida. Me acuerdo de mi tío Pedro explicándome cosas (de la gastronomía, de la cerámica...) y de mi otro primo, Pedro Antonio, hablándome de literatura, del poeta mallorquín Rosselló-Pòrcel. (Me parece que me regaló un libro, en edición bilingüe quizá, que aún vive en algún librero de mi casa de Cuernavaca.)

Y hoy, 40 años después, redescubro Barcelona, el catalán, en circunstancias que entonces no habría imaginado. Es como hacer el viaje y la estancia que soñé de adolescente, cuatro décadas después. En la piel aún reconozco los anhelos de entonces, aunque la imagen que el espejo me devuelve sea tan diferente. En el fin de semana, visité a otra amiga catalana, Àngels, en Caldes de Monbui, a una hora más o menos de Barcelona. El domingo al bajar del Farell, la montaña del pueblo, fuimos a desayunar y aprendí lo que es un esmorzar de forquilla, un "desayuno de tenedor", o sea, butifarra, fuet, queso, pan con tomate, allioli, crema catalana y un cortado con hielo. Aunque el nombre me era nuevo, los sabores me llevaron a la primera vez que los probé, en el piso del ensanche de mi familia medio catalana medio asturiana cuando era poco más que una cría. 

Y allá en el Farell, el sol y las plantas y mi camarita rosa le dieron forma a los versos de Rosselló, o así los ilustraría yo:





Dejo por aquí también el poema en la voz de la Maria del Mar: