Me gusta la definición que la RAE da a la palabra:
Del germ. *flaskô 'funda de mimbres para una botella', 'botella'; cf. a. al. ant. flasca, nórd. flaska.
1. m. Vaso de cuello recogido, hecho de vidrio u otra materia, que sirve para contener líquidos, sustancias en polvo, comprimidos, etc.
Yo, anoche, me acordaba de un frasco. Todo por estar leyendo una colección de escritos cortos de Margaret Atwood reunidos en su libro The Tent, al que acudí cuando terminé, por segunda vez, la saga de Harry Potter y me quedé como perro sin dueño. Aunque no es un libro fácil (textos más allá de cualquier encasillamiento posible, con la inteligencia y el sentido cáustico que caracteriza a su autora), me ha dado por lo menos tres regalos inesperados:
1) La dedicatoria de Dasha , que me lo dio para un cumpleaños hace 15 años: For Adela — Because we both love fine writing & because I love you. Happy birthday! Recordar los cariños siempre le da calor al corazón.
2) Un fragmento de una foto mía (del día de mi boda, captada por el ojo de mi amiga Ángela) convertido en marcador de libros, que tiene la virtud de aparecer y desaparecer cuando menos me lo espero. (Este regalo tendrá una entrada aparte, porque lo amerita.)
3) Un texto llamado "Bottle II", que me llevó a pensar en un frasco parecido que tuve y cuya historia cuento hoy aquí:
Tenía yo 17 años. Había cruzado el charco por primera vez, para conocer la tierra de origen de mi papá, los parientes que aún teníamos de aquel lado. Llegué a Barcelona, donde vivía mi tía Delia con su familia. Me enamoré de la ciudad condal. Una tarde, de mucho sol, de toda la luz del Mediterráneo, salmos a pasear y me presentaron Las Ramblas. Estaban llenas de gente, llenas de flores, llenas de puestucos que vendían cualquier cantidad de cosas. Recuerdo sus adoquines blancos y grises, haciendo olas en el piso, y la libertad total para respirar. Todo me llamaba la atención. Quería estar allí para siempre.
Entonces, en uno de los tenderetes me encontré un frasco de vidrio pequeño, con tapa de corcho y con un paisaje de colores hecho a base de arena pintada. Me pareció fascinante, como me parecía todo entonces. Me queda el eco lejano, casi sordo, de algún comentario —flotante y sin palabras— de alguno de mis primos, a medio camino entre lo tierno y lo mordaz, pero igual es una proyección mía. A mí, el mentado frasquito me parecía un hallazgo inimaginable y, ni corta ni perezosa, lo compré. Con pesetas: aún estaba España libre del euro.
Desde Barcelona, nos fuimos todos (mi tío, mi tía, mi prima y mi primo) en coche a Asturias, donde me habrían de depositar en casa de otro primo de mi padre, el tío Nicanor. Y cuál no sería mi tristeza cuando, al desempacar en Avilés, la escena marítima del frasco con arena se había convertido en un cuadro abstracto, todos los granos mezclados a su bola.
Me entristecí. Un poco. Y un día, cuando fuimos a la playa, me llevé el frasco conmigo (no sé si ya vacío o si lo vacié junto al mar) y lo rellené con arena del Cantábrico, que era el mar de mi padre, el mar junto al cual había nacido. Me lo traje de vuelta a México.
El frasco me acompañó durante muchos muchos años, de una residencia a otra. (Supongo que se lo enseñé a mi padre a mi regreso y supongo que se habrá conmovido. Un poco.) Hoy que me asomé a un clóset, pensando que allí podría encontrarlo de nuevo, no lo encontré. Quizá la arena del Cantábrico ande aún por algún lugar de mi vida y de mi casa.
O quizás ya no.