De niña, mi abuela me leía un cuento que me encantaba. Era la historia de tres príncipes, hermanos, enamorados de su prima Nuruniar. Para conseguir la mano de su amada, el rey les propuso una competencia: Debían partir a tierras lejanas y quien trajera de regreso el regalo más original tomaría a Nuruniar por esposa. El hermano mayor se hacía de una alfombra voladora y el menor, de una manzana con la propiedad de sanar a quien estuviera en el lecho de muerte. Sin embargo, a mí me fascinaba el hallazgo del hermano intermedio: unos canutos de marfil que, al colocarse frente a los ojos, permitían ver en ese preciso instante a la persona amada sin importar dónde estuviera.
Del resto del cuento ya no conservo detalles. (Sí recuerdo que, gracias al uso conjunto de los tres objetos, los hermanos pudieron salvar la vida de su prima -quien en su ausencia había enfermado de gravedad- y su situación volvió a ser la misma que antes del viaje.) Pero ese profundo anhelo de poseer los canutos de marfil y poder ver a quien amo me acompaña desde entonces. La primera persona cuya presencia quise conjurar así fue mi tía Olga. Ella pasaba las vacaciones de verano con mi hermano y conmigo para luego volver a su casa, dejándome con un hueco en el alma y un nudo en la garganta. Al paso de los años, el recuerdo de los canutos vuelve a mi vida de vez en cuando, cada vez menos, pero siempre intenso.
Hoy, pensándote, volví a ser esa niña que sólo quiere constatar que ahí estás, que no te has ido, que aún me quieres. Claro que los canutos no proporcionaban ninguna garantía sobre los sentimientos de los seres amados; no obstante, la mera posibilidad de verte ante mis ojos, de saber qué haces e imaginar cómo te sientes sigue siendo un alivio añorado, un truco más de mi mente y de mi corazón que aún no logran rendirse ante la incertidumbre y confiar, sin recelos, en la relativa y efímera verdad de tu amor.
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