jueves, 22 de mayo de 2014

Viaje 2


por Javier Roselló Iglesias

A Adela, que un día de 1983 visitó por vez primera Lisboa
desde la butaca de un cine de Barcelona


Cuando éramos jóvenes, tú bastante más joven que yo, una noche de junio de 1983, pocos días antes de que volvieras a México tras unos meses por Europa, fuimos —mi hermana, tú y yo— al cine Casablanca, muy cerca de allí donde el Passeig de Gràcia se convierte en el Carrer Gran de Gràcia. Un cine con dos salas, desaparecido no hace muchos años.


La película, de la categoría que aún por entonces se denominaba de “arte y ensayo” (en versión original y sin censura), nos impactó a los dos. Vimos Dans la ville blanche, de Alain Tanner (1983).


















Las primeras imágenes del film, con un buque mercante surcando las aguas del estuario del Tajo bajo el puente del 25 de Abril y la ciudad blanca como fondo; la historia de la soledad del marino Paul (Bruno Ganz), que abandona el buque en Lisboa y con su cámara de Super-8 en mano emprende un periplo por las callejas de la Alfama a bordo de un tranvía y con el desgarrado acompañamiento de un solo de clarinete; el encuentro de Paul con la camarera Rosa (Teresa Madruga) de un bar (en realidad recreando el British Bar, de Cais do Sodré), presidido por un reloj que giraba al revés; los amores de Rosa y Paul en una modesta habitación del barrio de la Alfama; la correspondencia fílmica entre Paul y su esposa, a orillas del Rhin...


No recuerdo mucho más de la película y tú tampoco, me dijiste hace poco. Solo que estaba (estábamos) cautivados y fascinados por ella, por aquella historia de amor llena de tristeza y de soledad. Recuerdo que, por lo que luego comentamos, aquel día los dos tuvimos unas ganas enormes de tomarnos de la mano, de sentir contacto físico y de expresar por primera vez lo que sentíamos y todavía nos callábamos y nos ocultábamos mutuamente. Quizás los dos estábamos embargados de amor, de tristeza y de soledad.

Luego supimos, unas semanas después, que desde aquel día la película y la ciudad de Lisboa quedarían ahí como algo indisoluble de nuestro amor. Primero durante la etapa de las cartas de amor y después durante la etapa de las cartas de desamor, Lisboa siempre estuvo presente. Y durante los muchos años oscuros en que estuvimos separados, ahí estaba latente para uno y otro, de una u otra forma y con mayor o menor conciencia, el recuerdo de la ciudad blanca.

















Treinta años después, cuando estaba a punto de finalizar el año 2013, Dans la ville blanche surgió de repente y de nuevo en nuestras vidas. Solo unos meses después, una luminosa mañana de mayo, llegábamos los dos a la estación de Santa Apolonia, como adolescentes enamorados, con una maleta cargada de recuerdos vividos y de ilusiones por vivir. Desde la Baixa subimos en los viejos tranvías amarillos por las callejas de la Alfama, sintiendo las desgarradoras notas del clarinete en nuestro interior, entre traqueteos y chirridos tranviarios. Llegamos a los Cais de Sodré, en la Rua do Arsenal junto a la Rua Alecrim, en busca del British Bar y su reloj. Estaba cerrado por obras, pero la amabilidad de un operario que estaba trabajando nos permitió verlo y fotografiarlo, ver que el reloj existió y existe. Acordarnos de que en un momento de la película Rosa le dice a Paul, algo así como: “Si todos los relojes funcionaran al revés, seguro que el mundo marcharía al derecho”.
















Cuatro días fueron pocos días, pero los suficientes como para reencontrarnos, reconocernos y por fin conocernos como nunca lo habíamos podido hacer. Cuatro inolvidables días lisboetas, en los que nos olvidamos de los ocho mil kilómetros y siete horas que todavía nos separan a ti y a mí (o, pese a todo, nos unen).

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