—¿Cómo vamos a recibir a la
sobrina de México si la ducha de abajo no tiene cortina? —les pregunta a sus
hijos doña Ángela.
Fernando y Helena se voltean a
ver y esbozan una sonrisa. Saben que su madre no espera en realidad una
respuesta, pero igual se la va a seguir pidiendo.
—Cuando vino hace tres años,
tampoco la había, mamá —se aventura Helena.
—No creo que a Andrea le importe.
Es una cría sencilla —complementa Fernando.
—De cría, nada, si ya debe
andar rozando los veinte —puntualiza doña Ángela.
Recordar a su prima le enchina a
Fernando la piel, pero apenas lo nota. En tres años no le ha dedicado un solo
pensamiento; bueno sí, firmó junto con Helena una dedicatoria mínima en la
copia de La plaza del diamante que le
mandaron de regalo por correo. Parecía muy interesada en Cataluña. Hasta un
diccionario catalán-castellano compró aquella vez. Era un pelín rara, eso también.
Casi no hablaba. Caminaba siempre con la mirada baja y las manos en los
bolsillos del pantalón, como ocultándose. A veces, salía de su escondite y
entonces le festejaba algún chiste que él contaba para ganarse su atención. Su
risa era discreta, como si no se atreviera a ser simpática. Pero hasta bonita se
veía cuando reía. La mirada se le abría como un ventanal. Además, Andrea parecía
estarlo esperando cada tarde a su regreso del despacho. Con cualquier pretexto
(preguntarle la hora, pedirle ayuda con su cámara, comentar algo sobre alguna
calle barcelonesa), se le acercaba y se le quedaba mirando con aquellos ojos
tristes y brillantes. A él le empezaban a temblar las piernas y se sentaba para
ocultarlas bajo el mantel de la mesa. Y
qué tal aquel día en Miranda de Ebro, cuando iban todos en familia camino a
Asturias desde Barcelona. Se detuvieron a descansar y Andrea se quedó en el
auto. Iba sentada atrás, junto a Helena. Él salió a estirar las piernas. Hacía
de chofer, como siempre. Se asomó por la ventanilla trasera del coche al tiempo
que la muchacha se agachaba por su bolso. Y entonces le vio los pechos.
Pequeños, redondos, blanquísimos, asomándose apenas de entre el sostén, debajo
de su blusa sin mangas. Sintió un cosquilleo en la entrepierna, como lo siente
ahora. Hoy teme no poder mantenerlo a raya, como antes.
—Fernando, ¿qué no me oyes? —lo
increpa doña Ángela.
—¿Qué decías, mamá? Perdóname, no
sé en qué estaba pensando… —contesta él, sorprendido, como si lo hubieran
pillado haciéndose una paja. Se le acelera el corazón. Hace su mejor esfuerzo
por disimular.
—Que urge cambiar la fregona y
el balde del cuarto de baño ese. Si no tiene cortina, por lo menos que la
señorita pueda secar el piso con unos enseres decentes después de ducharse.
Doña Ángela teme que la dichosa
sobrina regrese a México a contarle
chismes de su casa a su abuelo, el tío Román, siempre tan criticón y adusto.
—Yo me encargo —promete
Fernando con una voz apenas audible, avergonzada.
—¿Qué te ha pasado? —le
pregunta Helena— Te pusiste muy raro de repente.
Él evade la pregunta, haciendo
otra.
—¿Y cuándo es que llega la
mexicana?
No se queda a esperar la respuesta.
Sin más explicaciones baja la escalera rumbo a su cuarto. En la parte de abajo
del sobreático están su recámara y las de sus hermanos. Andrea ocupará, otra
vez, la de Antoni, el mayor, vacía desde que se casó. Se detiene en la puerta del
baño. Los azulejos indecorosos de la ducha lo irritan. Mejor haría en comprar
una cortina.
Esa noche Fernando está
inquieto, de mal humor. No puede dormir. Da vueltas en la cama y no halla
acomodo. Se muere por tocarse. Le da pánico que Helena pueda escucharlo desde
la recámara de al lado, pero no logra contenerse. Se lleva la mano a la polla y
se la acaricia, despacio primero, pero su erección lo obliga a acelerar el
ritmo. Tampoco logra quitarse de encima la imagen de los pechos de Andrea. Al
correrse, se lleva la almohada a la boca y la muerde, para ahogar un grito. De
placer. De culpa. Solo a un tipo como él podría ocurrírsele fantasear con una muchacha
a quien casi dobla la edad y que, además, es su pariente. Y no solo eso, sino
que ella está a pocos días de dormir en
la habitación junto a la suya.
La ducha seguirá sin una cortina
que encubra las desnudeces.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario