Vas al súper para distraerte del
dolor (el corazón se te ha seguido rompiendo) y la máquina expendedora de
boletos para el estacionamiento te habla (cómo odias a las máquinas que te
hablan): “Su boleto se está imprimiendo, por favor tómelo y avance”, y no se le
ocurre mejor acento que el del español de España.
Quizá sea la vida que cecea solo
para recordarte que sigas adelante... Quizá sean solo los desvaríos de una
mente que se quedó sin cuerpo, de un cuerpo que se quedó sin piel. Porque sí,
es cierto que has asegurado que Fernando es español: medio asturiano y medio
catalán, para más señas. ¿Y Andrea? Bueno, Andrea. Para empezar tomaste
prestado para ella el nombre de una vieja heroína literaria tuya. La
protagonista de Nada, ni más ni menos. Por cierto, harías bien en releértela,
que ya casi no te acuerdas de nada —valga el juego de palabras, por esta vez—,
más que del momento cuando la cara sedienta de esa Andrea recogía con placer
aquel llanto. Sus dedos lo secaban con rabia. Estuvo mucho rato llorando, allí,
en la intimidad que le proporcionaba la indiferencia de la calle, y así le
pareció que lentamente su alma quedaba lavada.
Y tú dándotelas de protagonista de
novela. Bueno. Sin comentarios. Además, recuerda que en realidad el nombre ni
siquiera lo escogiste tú. Así te bautizó Fernando cuando a sí mismo se hizo
llamar Bruno. Sí, por Bruno Ganz. Pero no el de ahora, que está ya más viejo
que ustedes dos, sino el Bruno que visitó Lisboa en la piel de… Ya ni te
acuerdas cómo se llamaba aquel marino que halló el reloj que marchaba al revés
en la Ciudad Blanca y que luego le hizo el amor, claro, a la mesera del bar.
Lo cierto es que Fernando y Andrea,
además de las peripecias en Baja California, se escaparon también a Lisboa y se
pusieron a buscar el British Bar, donde se suponía que habitaba en la vida real
el mentado reloj. Y lo encontraron —no vayan a creerse que no—, aunque para su
mala suerte el bar estaba cerrado por obras, pero la amabilidad de un operario
que estaba trabajando les permitió verlo y fotografiarlo, ver que el reloj
existió y existe.
Y aunque es cierto que las
coordenadas espaciales y temporales parecen coincidir, también has leído en
internet que la memoria es mucho menos confiable de lo que creemos: inventa,
recompone y arregla según sus conveniencias. Quizá sea suficiente con creer que
Fernando y Andrea visitaron juntos esa Lisboa —con la que soñaron treinta años
antes, la tarde en que no se tomaron de las manos en las butacas del desaparecido
cine Casablanca en Barcelona.
Ya las nubes atlánticas que los
vieron hacerse el amor en su primera madrugada lusitana se fueron con el viento
hace muchísimos meses. Ya no queda, pues, testigo ni de sus andares ni de sus
amores. Tal vez nunca existieron y fueron solo, como decíamos al principio, los
desatinos de una mente enloquecida. Porque como le decía a Bruno, que no era
Bruno, la camarera, que tampoco era una camarera, en el British Bar, que
tampoco se llamaba así: “Si hiciéramos caminar todos los relojes al revés, el
mundo marcharía al derecho.” Pero al reloj que contaba la historia de Fernando y
Andrea hace tiempo que se le acabó la cuerda. Eso sí, tú siempre puedes darte
una vuelta al súper y azotarte (flagelarte quizá hubiera dicho Fernando, o como
se llame, antes de adoptar tus palabras) con el acento de la máquina
expendedora de boletos.
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