El
tren empieza a desperezarse despacio, como si tuviera los goznes entumecidos.
El chirrido de la fricción entre las ruedas y las vías le arde a Andrea en los
ojos. O serán las lágrimas que se agolpan todas de pronto. Cuando se despidió
de Fernando en el andén se clavó las uñas en las palmas para distraer el
llanto. Ahora, asomada a la ventanilla, sucumbe a su embate. Puede distinguir aún
las manos de Helena agitándose con lentitud. Fernando debe haber refugiado las
suyas en los bolsillos del pantalón, como suele hacerlo. Andrea quisiera que el
tren se detuviera un instante, solo uno, para poder encontrar su aliento, pero
la marcha es irremediable. Tiene una noche larguísima frente a ella. Cuántas
veces no se habrá imaginado así, sola a bordo de un tren nocturno rumbo a un
destino tan desconocido como anhelado. Por qué, entonces, la embarga hoy esa
oscuridad que empieza apenas a vislumbrarse en el horizonte De las gotas que
dejó la lluvia tras de sí sobre las baldosas del andén aún se desprende algún
destello. Cuántas lágrimas no se habrán evaporado después de quién sabe cuántos
adioses desgarrados en esa estación. El llanto no deja estelas, solo vestigios
de sequía en los ojos y en la garganta. Ojalá la lluvia le hubiera dejado el
alma lavada, pero hoy necesitaría varias tormentas más. Sí, siempre ha tenido
una vena un poco melodramática, ya se lo decía su padre.
Después de una eternidad, cuando
Barcelona se ha desvanecido casi por completo detrás de ella, se sienta en su
cabina privada. La única compañía que le queda es la enorme maleta que fue
incapaz de acomodar en su lugar. El armatoste de cuero se queda ocupando el
espacio de alguien más, torpe y silente. Para alcanzar el servicio, Andrea
habrá de escalarlo de ida y de vuelta. Sobre el asiento que en breve se
convertirá en cama, descansan su bolso y el paquete que su tía Ángela le
preparó para ahorrarle la visita a la cafetería del tren. Lo abre y se
encuentra con un par de bocadillos de tortilla. Sus favoritos. No tiene apetito
pero sí la necesidad de distraerse. “Siempre que te den comida durante un
viaje, come”, le había aconsejado su madre hacía varios meses cuando la
despidió en el aeropuerto de la Ciudad de México. “Así si te hará más corto el
recorrido.”
Toma uno de los bocadillos y
despacio le quita la envoltura. El aceite gotea pertinaz sobre el papel de
aluminio. Su tía cocina siempre con demasiada grasa. Con razón a Fernando, su
primo, le dan esos achuchones del hígado. Una sonrisa se le mezcla con una
arcada cuando recuerda la merluza que, sumergida en aceite, nadaba entre los
guisantes en su plato durante el último almuerzo en el sobreático de los
Riusech. Entonces buscó la mirada cómplice de Fernando para que la ayudara con
su porción de pescado, pero él no la despegaba de su comida. Hoy tampoco
hay quien la saque del aprieto. Muerde un bocado y cierra los ojos intentando
volver al comedor de la familia que la adoptó y hoy la deja marchar. La
tristeza, tenaz también, le vuelve a ensuciar los ojos. Escucha otra vez las últimas
palabras de Fernando acariciándole la espalda mientras ella subía los escalones
hacia el coche cama. “Venga, disfruta la travesía” y, casi inaudiblemente, “Te
vamos a echar de menos.” Sí, como protagonistas de película vieja, de esas que le
gusta a la tía ver los domingos por la tarde.
Ella también los va a extrañar,
sobre todo a él, aunque no alcanzó a decírselo. Solo sabía que no quería dejar
el sobreático, ni el ensanche, ni el Parque Güell, ni Barcelona. Sabía también
que no quería volver al departamento de sus padres en México. Nunca se había
sentido como en casa hasta que conoció a la familia de la prima hermana de su
padre. Hasta el tío Isidre, ese hombrón enorme y tan serio a primera vista,
acabó llamándola “nuestra hija predilecta”. Cada noche de su estancia le contó un
trozo de la historia de su ciudad y le enseñó alguna frase en catalán, aprovechando,
además, para sortear así los reproches mudos de su mujer.
Cuando el empleado de renfe golpeó la puerta para entrar a
arreglar la cama, Andrea no supo ni qué decir. Su voz seguía en la curva que
hacen las vías al salir de la Estación de Francia. Ahora se sienta con las
piernas cruzadas sobre la cobija y abraza el mono de peluche que la prima Helena
le regaló la noche anterior. “Ha estado conmigo muchos años, que ahora te
acompañe a ti”, le dijo mientras la ayudaba a preparar la maleta y Fernando les
hacía las últimas fotos. El concierto que va dando el tren al rozar las vías y
el traqueteo de los carros la adormecen. Se acurruca bajo la manta y se
acaricia los labios con las yemas de los dedos. Se los humedece con la lengua y
se vuelve a imaginar que Fernando la besa. Sabe que es un sueño imposible, pero
la noche a la mitad de ningún lado se hace cómplice de sus fantasías. Las voces
que durante el pasado mes en casa de los Riusech la mantuvieron al borde de sus
sentimientos se escaparon por la ventanilla entreabierta. Puede dormirse
pensando en su primo, imaginando que son novios y que ella se queda a estudiar
la universidad en Cataluña. A la mañana siguiente, Andrea se despierta con el
aviso de que el tren está por llegar a Atocha. Se va estirando poco a poco, con
la decisión firme de plantarles cara a sus padres. Les expondrá todos sus
planes, bueno quizá solo los estrictamente académicos. Mejor no exagerar. Aún
le queda por delante un largo viaje trasatlántico para urdir la mejor
estrategia.
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