Hace 36 años más o menos leí por primera vez la novela de Charlotte Brontë, Jane Eyre, y me fascinó. Recuerdo aún, con mucha claridad, la sensación casi táctil al acompañar a la protagonista en sus venturas y desventuras a lo largo de 20 años (y un pelín más tomando en cuenta la conclusión de la obra).
En plena adolescencia, sufrí como propio el sufrimiento de Jane, identificándome con ella de niña y de joven, y gocé más allá de las palabras con su encuentro y, sobre todo, su reencuentro con Mr. Rochester. ¿Qué más se le podía pedir a la vida? Como me sigue sucediendo con las novelas, me encariñé con ella y con él como si fueran de mi familia o, quizá, como si hubieran sido amigos muy muy queridos y lamenté profundamente que se terminara la historia.
La lectura de este y muchos otros libros fue un encargo escolar (en mi escuela leíamos y leíamos y leíamos, tanto en español como en inglés) y la actividad se volvió una parte esencial de mi existencia. Pero pasaron varias décadas antes de que volviera yo a sentir una emoción tan fuerte como me sucedió leyendo Jane Eyre. (El culpable sería, a finales del siglo pasado, José Saramago con Todos los nombres y casi todas sus demás obras.)
Hace unas cuantas semanas, buscando una nueva lectura, me topé en mi librero con un viejo ejemplar de este texto de una de las hermanas Brontë (que no es el que había leído originalmente, sino una herencia de mi abuela Rosa) y decidí volverlo a leer, con mucho entusiasmo y, sí, también con un pelín de miedo de que el libro no resistiera la relectura desde la óptica de alguien que ya pasa de los 50, pero, ¡oh sorpresa!, me volví a enganchar como en mi adolescencia.
No solo eso, sino que volver a leer la historia de Jane y Mr. Rochester (bueno, hasta del final me acordaba, yo que suelo olvidar los finales de las historias...) me brindó la oportunidad de acercarme a la Adela de 16 años, de entenderla desde la Adela de 52 y, así, entenderme hoy mejor a mí misma también.
Como ahora no debía entregar un reporte ni hacer un examen, leí con mucha calma y despacito, como suelo hacerlo. En cada capítulo —además de ver a la Jane niña, maltratada por su tía y luego viviendo en condiciones precarias en un orfanato, perdiendo a su mejor amiga, volviéndose mujer, encontrando y perdiendo el amor, perdiéndose y encontrándose a sí misma—, reviví cómo fue que a los 16 años me identifiqué con esta huérfana, desvalida y fuerte al mismo tiempo, no querida y amada como nadie, apasionada y discreta, y fiel al amor de su vida.
No es que haya vuelto a creer en eso del amor de la vida de uno, pero me quedé felicísima al atestiguar, una vez más, que Jane vencía miles de obstáculos para volver a estar entre los brazos de Rochester y, además, gocé enormemente de la compañía de mi yo adolescente, con quien sigo compartiendo tanto sin que eso demerite, por supuesto, la experiencia que durante casi cuatro décadas más he acumulado.
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