sábado, 19 de septiembre de 2015

Destellos del terremoto a 30 años


La RAE no se midió, pero sirve para arrancar:
terremoto.
(Del lat. terraemōtus).
1. m. Sacudida del terreno, ocasionada por fuerzas que actúan en lo interior del globo.


Hace 30 años un terremoto fortísimo sacudió la Ciudad de México, derribando un sinfín de construcciones y truncando la vida de miles de personas. En ese entonces yo vivía en la Colonia Narvarte de esa urbe en la casa de mis padres, un departamento ubicado en el segundo piso de un edificio de poca altura (tres departamentos y la azotea con los cuartos de servicio y las jaulas para colgar la ropa). De aquel momento, y de los días que siguieron, me vienen hoy algunos destellos.

Recuerdo que cuando muy temprano en la mañana la tierra empezó a moverse, como suele suceder en la capital y en buena parte del territorio mexicano, mi padre nos indicó, como solía hacerlo, que nos colocáramos en el quicio de alguna puerta. Así lo hicimos mi madre y yo. Creo que mi hermano ya había salido de casa. Después supimos que una medida como esa era inútil con un temblor de la magnitud del del 19 de septiembre, pero corrimos con suerte porque nuestro edificio resistió sin fracturas. Mi padre, coleccionista de objetos, tenía un par de figuras de barro, quizá de Oaxaca, que representaban a un rey y a una reina. Ella se cayó con el movimiento y perdió la cabeza. Él quedó intacto. No me viene a la memoria ningún daño más en la casa. Tal vez se cayera algún otro adorno.

Recuerdo también que el movimiento parecía no parar nunca y cuando finalmente se detuvo y nos disponíamos a seguir con nuestras actividades cotidianas, como solía hacerlo uno después de un temblor en la ciudad, nos empezamos a enterar de la tragedia que el sismo había dejado tras de sí. Parecía irreal. Era como si se tratara de ciudades diferentes: Nuestra zona y hacia el sur, prácticamente intacto y entre más se acercaba uno al centro, peor era la destrucción. Un edificio entero, el Nuevo León me parece, se había abatido por completo en Tlatelolco. Entonces tuvimos una especie de miedo retrospectivo, al darnos cuenta de lo que nos podía haber pasado al decidir quedarnos dentro del edificio. Entonces aprendimos que quien se salvaba era quien abandonaba las construcciones. Ese miedo y esa conciencia permanecen en muchos de nosotros hasta hoy.

Al día siguiente, mi hermano (creo) y yo estábamos en casa cuando en la tarde sucedía una de las réplicas, la más fuerte. Mis padres iban en camino a visitar a un amigo que había perdido familiares el día anterior y el nuevo sismo los agarró bajo tierra en el metro, donde se quedaron un buen rato sin poder salir. El tiempo que tardaron en volver a casa se nos hizo una eternidad. La destrucción iniciada el 19 había seguido el 20.

Recuerdo, también, que las comunicaciones, básicamente el teléfono, estaban interrumpidas. (No era época aún de celulares, correos electrónicos o whatsapp.) Yo entonces tenía un novio de la India (el primero según la cuenta con la que me he regido la mayor parte de mi vida) que se había ido a vivir a Cancún y a quien yo había quedado de ir a visitar. Ahora no podía contactarlo. Sin embargo, al tiempo que me organizaba con mis colegas de la facultad y con antiguos compañeros de la escuela en una brigada para llevar agua, alimentos y medicinas a los damnificados, organizaba mi viaje a Cancún. Estaba como partida en dos. 

Una Adela hervía agua y llenaba botellas para llevar agua potable a quien no tenía (recuerdo a una maestra, que me había dado clases en la prepa y a quien reencontré en la facultad, mirando fijamente las botellas y comentando que qué agua tan transparente). Otra Adela sacaba todos sus ahorros del banco y compraba un boleto al Caribe a escondidas de sus padres. Una Adela escuchaba relatos de supervivencia (como la de los bebés que quedaron sepultados bajo los escombros del Hospital Juárez, milagrosamente rescatados días después, y que hoy han llegado ya a los 30 años) y otra se preguntaba cómo la recibiría aquel hombre que no la esperaba en realidad.

Después de la jornada en la combi azul del padre de una amiga por entre los lugares donde se habían concentrado los damnificados, después de haber presenciado las vistas espeluznantes de los edificios colapsados, después de haber sabido del número de muertos que incrementaba a pesar de que el gobierno hacía sus mejores esfuerzos por desinformar —minimizando tanto las cifras como su pobre actuación—, después de escuchar las historias de los rescatistas mexicanos y extranjeros que arriesgaban la vida para encontrar personas aún vivas bajo los escombros, aterrada les informé a mis padres que al día siguiente me iba  a Cancún. Y entonces se desató el terremoto familiar que me llevaría a abandonar el hogar paterno acusada de múltiples pecados. Aun así me fui, para luego volver y enseguida volverme a ir, ahora definitivamente —pero esa es ya otra historia—. El caso es que el terremoto fue el principio del fin, también, de mis relaciones familiares como las había conocido hasta entonces.

Recuerdo haber escrito una carta a mis primos y tíos de Barcelona informándoles que estaba bien, al igual que el resto de su familia mexicana. No recuerdo si recibí contestación. Quizá. Ya entonces transitábamos por ese espacio del afecto aséptico y nada más.

Hoy las noticias de los terremotos en otros lugares —Nepal hace unos meses, Chile hace unos días— reavivan los recuerdos, el miedo, el dolor, la tristeza y la conciencia de que la vida sigue y en cualquier momento puede terminarse.

Para cerrar, comparto un video que con fotografías del 19 y el 20 septiembre de 1985 hizo un amigo hace poco para rememorar lo sucedido en la Ciudad de México hace tres décadas. Como no pude (o no supe) insertarlo en esta entrada, dejo aquí el enlace donde puede verse. (Gracias, Horacio.)

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