lunes, 2 de noviembre de 2015

Día de Muertos


Este año me tocó poner la ofrenda sola, con Santiago acompañándome desde lejos, claro. Y mientras lo hacía se me vino un río de memorias.


Toma 1

Recuerdo que en casa de mis papás, mientras yo crecía, no se celebraba a los muertos. Ni se les ponía ofrenda ni se mencionaban, casi. Si acaso, ya yo más grande, íbamos a casa de mi tía Marisa, al "rancho", donde ella ponía un altar grande, siguiendo los lineamientos que dicta la tradición e incluyendo, por supuesto, su propia toque. El día 1o de noviembre invitaba a propios y extraños a comer "huesitos de santo" (horneados en su cocina), pan de muerto y tamales (mandados a hacer en el pueblo) y atole —todo en el patio de su casa, alrededor del cual colocaba braseros para calentar la noche—. Ella estaba, como siempre, guapísima.

La primera vez que yo, de hecho, celebré a los muertos fue junto a quien fue mi esposo y padre de mi hijo, Adrián. Vivíamos en ese entonces en Chimal también, en la casa que mi papá construyó junto a la de su hermana. Recuerdo que pusimos un altar para Raúl, el padre de Adrián. Era muy sencillo: constaba de un petate pequeño, rojo con líneas amarillas y moradas, sobre el cual colocamos la foto del Dr. Bellon y un caracol. Supongo que habría velas también.

A partir de aquella ocasión, cada año montábamos una ofrenda en honor a nuestros muertos. Santiago siempre participó entusiasta en la tradición. Tras separarnos Adrián y yo, cada quien siguió honrando a sus muertos. Para Santiago y para mí, es uno de los festejos más significativos del año, si no el que más.

Toma 2

Este año dudé en poner el altar, pero entonces me di cuenta que era más importante que nunca, pues tenía que hacerlo por los dos, por mi hijo y por mí. Era yo la encargada de cuidar que nuestros muertos pudieran visitarnos y sentirse bien recibidos.

Salí antier a por las flores y me encontré con el último ramo de cempasúchiles, pues según el vendedor, "en esta zona no los piden mucho". Alcancé a combinarlos con unos terciopelos (o cerebros) y añadí claveles blancos. Había mandado hacer con mis alumnos unas calaveritas de chocolate con mi nombre y el de Santiago (en nuestra tradición siempre las ponemos —de azúcar, amaranto o lo que encontremos— con los nombres de los vivos de la casa) y completé el altar con agua, oporto, sal y un espejo (que dicen que es para que los muertos puedan corroborar que están muertos al no encontrar su reflejo).

Y entonces llegó el momento de poner las fotos. Así fueron llegando los invitados: el papá de Santiago y su abuela (Graciela), mis papás (Román y Marta), mis abuelos paternos (Román y Ma. Luisa) y maternos (Adela y Óscar), mi tía Olga (otra abuela, la más querida), y Dasha (amiguísima siempre).

Adrián y Graciela


Adela y Óscar  Marta Román  Román y Ma. Luisa

Dasha y Olga

Reconectarme con las personas importantes de mi vida que ya se fueron y con los cariños que aún permanecen y hacerlo también en nombre de mi hijo resultó ser una práctica profunda, sanadora y gozosa. Mis muertos este año me recuerdan, como decía hace unos días Ponlop Rinpoché, que la vida y la muerte no son sino un momento y de nosotros depende cómo lo vivimos.

2 comentarios:

  1. Cuando mi hermana y yo éramos niñas, tampoco ponían altar mis papás. Empezó la tradición con una señora entrañable que trabajaba con nosotros. Con el tiempo, a mis padres también les gustó poner altares. Eloísa y yo conservamos la tradición, aunque este año en York yo no puse nada, porque lo único que hay son velas... Tuve el gusto de ir dos o tres veces a casa de tu tía Marisa, cuyo festejo era maravilloso...Tengo grandes recuerdos de esos días...Muy bonita tu ofrenda y muy bonito tu artículo....

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    1. Qué gusto, como siempre, que te pases por mi espacio, me leas y me comentes. Te mando un abrazo grande y espero que nos veamos pronto. (Habrá que mandar unos cempasúchiles a York para el próximo año...)

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