Para Mony mamá y Mony hija
amigas ambas
De pólvora 'partículas a que se reduce una cosa sólida'.
1. m. Torta, comúnmente pequeña, de harina, manteca y azúcar, cocida en horno fuerte y que se deshace en polvo al comerla.
A mi papá le encantaban los polvorones. Nunca supe si eran solo el sabor y la textura o si habría algún otro recuerdo asociado a ellos. Ahora a mí me hacen pensar en él, aunque no sean mis galletas favoritas.
Ayer tuve un encuentro diferente con ellos. Llamé a mi amiga Mónica, a quien hacía algunos días o quizá semanas que no veía, y me invitó a ir a su casa por un café y acompañarla en sus labores de cocina. Es una excelente cocinera y en estas fechas tiene muchos pedidos, entre ellos doce kilos de polvorones para el próximo martes. Yo andaba medio depre, así que después de irme al cine sola, me lancé a su casa. Nada más entrar, se lanzaron sobre mí aromas deliciosos. Mony me presumió una olla enorme de bacalao (y me prometió una torta para después de Navidad) en el anexo de la cocina que tiene afuera de la casa. Luego entramos y estaba todo tapizado de ingredientes e instrumentos casi exóticos para una lega como yo. Después de que me ofreció un plato de espagueti alfredo y un café, y con música romántica de fondo, me ofrecí yo a ayudarla en la elaboración de los dichosos polvorones, siguiendo paso a paso la receta de su mamá.
Lo primero, mezclar todos los ingredientes necesarios para hacer la masa: harina y azúcar glass cernidas, nuez picada y manteca de cerdo recién derretida. Todo esto había que integrarlo en un pasta, más o menos homogénea, con las manos. Por supuesto que renuncié a los guantes que me mi amiga me ofreció y metí las manos en la masa. Qué sensación más rica la de las texturas diferentes y el calor de la manteca. "El chiste es que no se enfríe mucho la masa para poder hacer los polvorones", me explicó Mony cuando me vio disfrutando sin prisa el proceso de amasado. Luego me enseñó a hacer los cilindros aplastaditos que al hornearse se convertirían en las galletas favoritas de mi papá. Aprendí rápido, aunque con una tendencia a hacerlos más grandes de lo conveniente, sobre todo tomando en cuenta que los papeles de china individuales en los cuales se envelverá cada uno ya estaban cortados.
Al rato llegó Mony hija y se incorporó al grupo. Ella está más entrenada y se puso a cernir harina para la siguiente tanda de galletas. Y mientras tanto, paradas las tres alrededor de la mesa de la cocina hablábamos, de amores, de recuerdos, de planes, de desamores, de la vida, como sucede con quienes se juntan alrededor del fuego y hacen magia. Me encantó sentirme parte de esa vivencia de complicidad entre mujeres, transmitida de generación en generación. Yo en mi familia no la viví mucho: un poco quizá con mi tía Marisa en el rancho y haciendo tortilla de papa con mi padre.
Después de un par de horas de trabajar de pie y de tener el cuerpo adolorido (sí ya sé, no aguanto mucho), me despedí de las dos Mónicas y me fui a casa. Llegando me di cuenta de que la tristeza se había disipado y en su lugar tenía yo una sensación profunda de compañía y calidez. Y la promesa de un polvorón para el próximo encuentro.
Ayer tuve un encuentro diferente con ellos. Llamé a mi amiga Mónica, a quien hacía algunos días o quizá semanas que no veía, y me invitó a ir a su casa por un café y acompañarla en sus labores de cocina. Es una excelente cocinera y en estas fechas tiene muchos pedidos, entre ellos doce kilos de polvorones para el próximo martes. Yo andaba medio depre, así que después de irme al cine sola, me lancé a su casa. Nada más entrar, se lanzaron sobre mí aromas deliciosos. Mony me presumió una olla enorme de bacalao (y me prometió una torta para después de Navidad) en el anexo de la cocina que tiene afuera de la casa. Luego entramos y estaba todo tapizado de ingredientes e instrumentos casi exóticos para una lega como yo. Después de que me ofreció un plato de espagueti alfredo y un café, y con música romántica de fondo, me ofrecí yo a ayudarla en la elaboración de los dichosos polvorones, siguiendo paso a paso la receta de su mamá.
Lo primero, mezclar todos los ingredientes necesarios para hacer la masa: harina y azúcar glass cernidas, nuez picada y manteca de cerdo recién derretida. Todo esto había que integrarlo en un pasta, más o menos homogénea, con las manos. Por supuesto que renuncié a los guantes que me mi amiga me ofreció y metí las manos en la masa. Qué sensación más rica la de las texturas diferentes y el calor de la manteca. "El chiste es que no se enfríe mucho la masa para poder hacer los polvorones", me explicó Mony cuando me vio disfrutando sin prisa el proceso de amasado. Luego me enseñó a hacer los cilindros aplastaditos que al hornearse se convertirían en las galletas favoritas de mi papá. Aprendí rápido, aunque con una tendencia a hacerlos más grandes de lo conveniente, sobre todo tomando en cuenta que los papeles de china individuales en los cuales se envelverá cada uno ya estaban cortados.
Al rato llegó Mony hija y se incorporó al grupo. Ella está más entrenada y se puso a cernir harina para la siguiente tanda de galletas. Y mientras tanto, paradas las tres alrededor de la mesa de la cocina hablábamos, de amores, de recuerdos, de planes, de desamores, de la vida, como sucede con quienes se juntan alrededor del fuego y hacen magia. Me encantó sentirme parte de esa vivencia de complicidad entre mujeres, transmitida de generación en generación. Yo en mi familia no la viví mucho: un poco quizá con mi tía Marisa en el rancho y haciendo tortilla de papa con mi padre.
Después de un par de horas de trabajar de pie y de tener el cuerpo adolorido (sí ya sé, no aguanto mucho), me despedí de las dos Mónicas y me fui a casa. Llegando me di cuenta de que la tristeza se había disipado y en su lugar tenía yo una sensación profunda de compañía y calidez. Y la promesa de un polvorón para el próximo encuentro.
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