sábado, 28 de abril de 2018

Crónica de una ceremonia de honores a la bandera


Ayer hubo Consejo Técnico Escolar, ese viernes al mes en que se suspenden las clases y los maestros nos reunimos. En esta ocasión, la reunión era en grande para llevar a cabo un trabajo de aprendizaje entre escuelas, observando clases de nuestros colegas para después comentarlas. Nos tocó ir a la Secundaria 2, escuela pública, en Altavista, en una zona bastante pobre de la ciudad, donde, en la época posterior al temblor del año pasado, hubo un albergue para los damnificados.

Yo iba de muy mal humor. Lo admito. Y ese mal humor venía desde el día anterior en la escuela.

Lo primero que hicimos fue participar en una ceremonia de honores a la bandera, con todo y la banda de guerra de la escuela. Éramos muchas personas, entre alumnos y maestros y directores, inspectores, coordinadores: todos acomodados formando un cuadrado alrededor del patio. A mí me tocó estar en el extremo derecho al fondo, del lado opuesto a la banda. Desde ahí, veía todo el patio y a los músicos, que estaban en alto. A pesar de mi ánimo, me emocioné. Siempre me emociona cantar el himno nacional (más que saludar a la bandera), aunque reconozco que estas ceremonias, como alguien me dijo hace algunos años, tienen un sabor bastante rancio y patriotero, más que patriótico. 

El lugar donde está la secundaria, cerca de una barranca, está rodeado de árboles preciosos, llenos de pájaros (algunos de los cuales buscaban sitios donde anidar, supongo, en unos huecos debajo de los techos) y de chicharras. A media ceremonia, además, salió a pasearse por el mero centro del patio un perro callejero, grisáceo, de pelo corto y patas cortísimas. Súper simpático. Y me sonreí, casi a mi pesar. La escolta marchaba, la banda tocaba y el perro como si nada. En un momento pensé que lo único que faltaba es que se cagara a medio patio mientras "las autoridades" daban sus discursos, también con sabor a rancio, aunque con buenas intenciones (quiero pensar).

No lo hizo, pero su presencia me hizo pensar que cómo era posible que siguiéramos así, como si nada, como si no hubieran secuestrado, torturado, matado y disuelto en ácido a tres estudiantes de cine, Javier, Daniel y Marco, en Jalisco, por grabar un documental "donde no debían". Como si no hubieran desaparecido (hace ya más de tres años) 43 normalistas de Ayotzinapa, que se atrevieron a protestar. Como si no hubiera muerto Mara por salir a divertirse o Lesvy por pasar una tarde bebiendo con sus amigos (feminicidios no esclarecidos, como tantos otros). Como si unos policías no se hubiera llevado a Marco Antonio y no lo hubiera torturado por sacar fotos de graffitis y luego huir de ellos. Como si no hubieran asesinado a tres estudiantes de la UACM por caminar por la calle en la noche. Como si no nos faltaran cientos de miles más.

Y entonces me di cuenta que mi "mal humor" era más bien una enorme frustración y una enorme impotencia ante este país nuestro en este momento ("Carajo, México", como decía hace unos días una amiga del Facebook). Tengo un hijo estudiante. Muchas amigas tienen hijos estudiantes. Y tengo alumnos de secundaria —chicos aún, bastante inocentes todavía— a quienes les hablé un poco de esta realidad el jueves y no supe qué responderles cuando algunos me preguntaron qué podían hacer. (Otros de plano declararon que no había nada que hacer.)

Y fue entonces cuando llegué a dar mi última clase y perdí los estribos, o más bien para no perderlos y soltarme llorando (de frustración, de impotencia y, además, de desilusión por el desinterés que ha ido permeando a mis chicos poco a poco, desde hace semanas, desde hace meses), opté por ponerles  una tarea aburridísima con tal de que se quedaran callados.

Ya hablaré con ellos el miércoles, que, afortunadamente, ni lunes ni martes tendré que ir a darles clase.


Y de mi archivo de fotos salieron estas dos, que vienen a cuento con lo que cuento y siento:

Unos lábaros patrios (qué nombre tan rimbombante para una bandera) encarcelados, tomados,
y un perro callejero, que no se parece al de la secundaria, pero cuando lo fotografié me dio una ternura parecida a la que sentí con el perro de ayer.













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