domingo, 13 de enero de 2019

Impresiones de viaje 4


Mi relación con Madrid es mucho más simple. (Mucho menos compleja que con Barcelona.) 

La he visitado casi el mismo número de veces que la ciudad condal (salvo que a mis 20 nada más estuve una vez y, de casada, nada más de paso). Y en el 2016, estuve solo en Madrid (nada de Barcelona, ni antes ni después).

Madrid no me conquistó de entrada. Le llevó su tiempo. Caí rendida hace dos años y confirmé mi rendición en diciembre pasado.

Madrid es brillante.
                              Es burbujeante.
                                                      Es abierta. 
                                                                      Madrid sonríe (y saca su móvil si pides 
                                                                                    indicaciones y no saben dártelas).

Madrid es un arcoíris múltiple en la ventana de Berna.












Madrid es la paella de doña Amalia (que a los 17 años, me comía hasta después de 4 días).

Madrid son las croquetas de Ana. (Las mejores del mundo.)

Madrid son autobuses con calefacción, que llegan a tiempo y donde se pueden subir señoras muy mayores que se preocupan por que pueda estropearse la joven que les cedió el asiento.

Madrid es su luz y sus sombras y su cielo.

Madrid es el libro con radiografías (sí, con placas de rayos x) de las momias egipcias del Museo Arqueológico Nacional que, no sé por qué extraña razón, me compré cuando estuve la primera vez, a los 17. (No sé siquiera si lo conservo y mucho menos por qué lo compré.)

Madrid es pasar a visitar a la Dama de Elche (aunque esta vez me quedara pendiente, junto con Las Meninas).

Madrid es un aparador navideño en la Gran Vía.

Madrid es el monumento a Colón, el de las carabelas estilizadas, que alguna vez recorrí a pie. (Esta vez solo lo vi de lejos.)

Madrid es el crujir de la duela en el departamento de Ana (allí, a unas cuadras del Bernabéu), que me hace sentir que estoy en casa de nuevo.

Madrid es Ana. Y su calidez. Y su generosidad. Y su compañía. Y nuestras pláticas interminables.

Madrid somos Ana y yo de paseo o de regreso a casa.

Madrid es una horchata de chufa en una terraza de la Castellana (me urge volver en verano).

Madrid es un cocido con Isa y Joana y Jaime (aunque ni comparación con el de Carmencita en Villalba hace dos años).

Madrid es la Plaza Mayor a tope de gente antes de Navidad, con lluvia (Joana y yo tomadas del brazo, antes de despedirnos).

Madrid es el Museo Sorolla (un favorito de mi padre): hace años con Ana, hace semanas con Joana. (Y se me quedaron unos calcetines geniales de la tienda del museo para la próxima visita.)


Madrid es el templo de Debod con Joana y Jaime
(y sin atardecer en esa ocasión).

Madrid es la Castellana iluminada para las fiestas.

Madrid es el Retiro en modo dorado (como lo vi hace dos años).

Madrid son unas rosas a ras de piso en la banqueta.


Madrid es la estancia en casa de Ana.














Madrid es una despedida con vino y tapas un domingo nublado cuando finalmente sale el sol.


Madrid es el aeropuerto de Barajas y hasta la próxima. 












Madrid es una historia de amor con final feliz.

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