Yo fui bibliotecaria durante un verano. En circunstancias poco ortodoxas.
Recuerdo el piso de arriba del departamento de mis papás, el número 2 en el 548 de la calle Uxmal en la Narvarte en el DF. Era un medio piso, en realidad, la parte superior de lo que llamaban un dúplex. Había un pasillo, donde desembocaba la escalera, que pasaba por enfrente de las 3 recámaras (la de mi hermano a la izquierda, la mía en medio y la de mis papás a la derecha) y concluía en un segundo baño, el de los niños, de azulejos negros y amarillos y una tina, lavabo y excusado también amarillos, después de pasar por el baño de los adultos, alfombrado, decorado con cuadros, incluyendo una reproducción de Remedios Varo que me papá decía que eran él y mi mamá, y con una regadera grande, sin tina.
El pasillo se me aparece gris, polvoso, oscuro. Asfixiante.
¿Qué hacía yo allí un verano, unas vacaciones, con una libreta de tapas anaranjadas, de plástico firme, haciendo fichas para cada uno de los libros de la biblioteca de mi papá (que era más suya que de mi mamá? ¿Por qué no me fui a la casa de mi abuela en Cuernavaca?
Quizá mi mamá ya había vendido su parte a la familia de su madrastra. Entonces tendría yo 16 años o más.
¿Por qué me quedaba encerrada en casa entre libros, polvo y con la única compañía del retrato de mi abuela Adela (con su vestido azul con lunares blancos y sus ojos tristes) que colgaba entre las interminables baldas del librero de madera, entintado en café muy oscuro, que recorría todo el pasillo? ¿Qué habrá sido de aquella libreta (o libretas) con toda esa información?
Supongo que mi hermano se iría al Club France a jugar tenis mientras yo copiaba autores, títulos, editoriales, fechas y números de página. ¿Era acaso una manera de asegurar el amor de mi papá? ¿Su predilección?
No recuerdo cuánto tiempo dediqué exactamente a esa tarea. Hoy parece una burbuja sombría en el mar de mi vida. Y para dar honor a quien honor merece, este recuerdo surgió leyendo El infinito en un junco de Irene Vallejo y su historia del primer bibliotecario, Calímaco de Cirene. (Mi opinión del libro aún es cambiante, pero sigo. )
Y como no puedo responder a mis propias preguntas, comparto una imagen de la luz dorada de la mañana decembrina de hoy sobre mi propio librero, donde los libros están acomodados sin ton ni son, entre fotos, adornos, plantas, latas de cerveza y botes de crema que serán macetas, y muñecas de trapo y barro.
Quizás una rebelión de mi antigua bibliotecaria:
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