Chimal, la casa de mi comadre, es una de las constantes en nuestra vida, un sitio libre de todo peligro en este mundo tan incierto. "Nuestra" es de mi hijo y mía. Chimal ha sido desde siempre, desde qué él nació, nuestro segundo hogar. Nuestro lugar seguro.
Ahí está María Eugenia, dispuesta siempre a platicar, a escuchar, a compartir tlacoyos o tequila o huevos rancheros, o mezcal con miel o tamales o pay de atún. Ella ha sido para mí como un espejo amoroso donde me puedo ver, reconociendo lo bueno y lo no tan bueno que tengo, lo agradable y lo desagradable que puedo ser, a veces.
A Chimal llevamos a nuestros amigos más cercanos, a algún prometido pasajero, a Yare. Ahí festejamos cumpleaños. Convivimos con el recuerdo de doña T. Jugamos cartas. Y hablamos. Hablamos mucho. Y nos reímos mucho. De vez en vez, también lloramos. Sabemos que lo sucede en Chimal (lo que se habla en Chimal), se queda en Chimal.
Y Chimal nos hace saber de muchas maneras que sigue ahí para nosotros —cambiante y confiable—, ofreciéndonos, por ejemplo, diferentes flores en diferentes temporadas. Sabemos que volverán las magnolias o los azahares o las flores de manzano o de pera, o los cactus exuberantes que florecen en rosa-casi-lila. En esta ocasión, en plena temporada de lluvias (con todo y huracán/tormenta tropical Enrique), destacaba, entre floripondios y jazmines de la India, la flor azul (de la que hablaba también aquí, hace 2 años, la que dura un día).
La primera vez que recuerdo haber visto la flor azul fue antes: hace 7 años, en una visita en compañía hoy ausencia. Entonces la fotografié con una cámara ajena (porque mi camarita rosa no quiso enfocarla) y no tengo la imagen (o no recuerdo dónde quedó). Este vez, con la nueva camarita rosa, jugué a dejar los alrededores en blanco y negro y a resaltar el azul de la flor:
Aunque quizá no sea exactamente su color, sigue teniendo ese halo mágico de planta de cuentos que concede los deseos.
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