jueves, 26 de agosto de 2021

Invitada: Pema Chödrön


No causar daño

Aprender a no causar daño, ni a nosotros mismos ni a los demás, es una enseñanza budista básica. La no agresión tiene el poder de sanar. No lastimarnos a nosotros mismos ni a los demás es la base de una sociedad iluminada. Así es como podría haber un mundo cuerdo. Empieza con los ciudadanos cuerdos y esos somos nosotros. La agresión más fundamental hacia nosotros mismos, el daño más fundamental que nos podemos infligir, es permanecer en la ignorancia por no tener la valentía y el respeto para mirarnos con honestidad y gentileza. 

 



 





Original en inglés y fuente, aquí. Traducción al español e imagen, mías.


miércoles, 25 de agosto de 2021

Extraña escena con diálogo extraño

 

Voy al súper para matar dos pájaros de un tiro: camino y compro lo que me hace falta.

Pasando la esquina de San Jerónimo y Ávila Camacho, en el límite del estacionamiento de la Farmacia del Ahorro, veo a un pequeño ser arrastrándose por el suelo. No es muy largo, tiene segmentos redondeados y patitas solo hacia la punta. Pienso que si se queda ahí, en plena banqueta, lo van a pisar. Me detengo. No sé cómo recogerlo. Me da algo de repelús.

Sigo caminando.

Me regreso. Saco el recibo de la luz que llevo en mi minibolsa del mandado. Me agacho y trato de recoger al bicho con el papel. Me siento ridícula, pero no me hago demasiado caso. Sigo en mis intentos, cuando se me acerca una mascarilla negra con dibujitos de colores, adosada a un rostro que no puedo ver. La mascarilla y yo entablamos un diálogo:

—¿Quiere el gusano? —me pregunta.

—No —le contesto—, solo quiero llevarlo a un lugar donde no lo pisen.

Sigo intentando, sin éxito, que se suba al trozo de papel.

—Pues ni modo, con la mano —indica la mascarilla.

Pues ni modo, con la mano —repito yo mentalmente y le doy un empujón al bicho. Finalmente logro subirlo a su medio de transporte improvisado. Se retuerce un poco y temo que se caiga.

—¿Ya pagó su recibo? —pregunta la mascarilla.

—No —le contesto. 

¿Pensará que no me van a aceptar el pago después de que lo tocó el gusano? —me pregunto.

Cada una sigue su camino.

Yo hago malabares para no perder al ser. No quiero tener que pasar por el mismo proceso otra vez. Alcanzo una de las jardineras de Plaza Laurel y lo deposito en la tierra junto a unas azáleas.

Cuando vuelvo a casa, confirmo mi sospecha: era una gallina ciega. Es plaga de algunas plantas, pero también agrega nutrientes a la tierra.

Así la vida, de camino al súper.


martes, 24 de agosto de 2021

flores de Santa María

 

A veces se me ocurren ideas para alguna entrada en el blog y dejo un borrador por ahí volando. A veces regreso al borrador y ya no me acuerdo bien de qué iba la entrada que se me había ocurrido. De esta conservo el título y un enlace a una entrada de la wikipedia. Ah, y un par de fotos tomadas en Chimal (la fuente de inspiración):


 



Mi comadre me enseñó que estas flores (a las que yo, generalizando, llamaría margaritas o, quizá flores de manzanilla) son en realidad flores de Santa María. Supongo que las busqué en internet y me sorprendieron mis hallazgos y por eso pensé en hacer una entrada.

La hierba de Santa María, que da estas flores, tiene alrededor de 45 nombres comunes, entre los que destacan (para mí): altamisa, amargaza, botón de plata, camamila de los huertos, flor de calentura o de santos, gamaza, hierba de altamira madrehuela doble u olorosa o rósea, magarza, manzanilla botaniera o brava, matricaria, matronaria y pelitre. Y en "azteca", que dice wikipedia en lugar de náhuatl (supongo): iztactzapotl (de iztac, blanco y tzapotl, zapote) o cochitzapotl (de cochi, dormir y tzapotl, zapote, esto es, zapote somnífero).

La planta anda por todo el mundo: de Albania a Grecia y la antigua Yugoeslavia; de Austria y Bélgica a Dinamarca, República Checa y Finlandia; de España a Hungría, Italia, Portugal y Turquía; y desde allá, llegó hasta acá, o sea, Norteamérica y Chile, dice la wikipedia. Y dice también que habita en lugares baldíos, setos y lugares rocosos. No sé por qué, pero me suena a flor mágica, como la flor azul de Chimal, de esas que las heroínas tienen que buscar en los cuentos.

Quizá, entre otras cosas, por sus propiedades medicinales: baja la fiebre (en inglés la llaman "feverfew"), previene migrañas (y yo apenas me entero), y ayuda con problemas digestivos. O porque en términos botánicos, su descripción me parece una suerte de poema que no entiendo pero que suena genial:

Es una planta herbácea perenne, muy aromática al estrujarse, pubérula en sus tallos más jóvenes, hojas e involucros, tallos más o menos ramificados, erectos, hojas bipinnatífidas, de contorno elíptico, hasta de 8 cm de largo, pecioladas.

Sus cabezuelas por lo general son numerosas en panículas corimbiformes, sobre pedúnculos de hasta de 8 cm de largo. Tiene involucro subhemisférico, con aproximadamente 50 brácteas, las exteriores lineales y las interiores oblongas, hasta de 4 mm de largo. El receptáculo es converso o hemisférico.

Tiene de 10 a 21 flores liguladas (si son cultivadas puede tener más), sus corolas son blancas, las láminas oblongas de 2,5 a 8 mm de largo, sus corolas amarillas son de ± 1,5 mm de largo. Están provistos de 5 a 10 costillas. Glabros, vilano en forma de corona diminuta.


Y aquí para cerrar más Santa Marías y dos gusanitos medidores que se colaron en la foto:




miércoles, 18 de agosto de 2021

I:n:t:e:r:m:i:t:e:n:c:i:a:s: : :


Si buscamos la palabra «intermitencia» en el DLE, no es de sorprender que este la defina como «cualidad de intermitente» y nos obligue a buscar, pues, «intermitente». Este adjetivo está definido como «que se interrumpe o cesa y prosigue o se repite».

Ya Saramago había usado el sustantivo en una de sus novelas (Las intermitencias de la muerte). De ahí me inspiré yo para esta entrada que, en realidad, podría llamarse más precisamente «Las intermitencias de la amistad».

Resulta que yo tengo una especial facilidad para coleccionar, sin proponérmelo (por lo menos no conscientemente) examistades, sobre todo mujeres. O sea, han pasado por mi vida muchas amigas que, con el tiempo, se han convertido en examigas, con todo y la carga emocional terminante que tiene el prefijo «ex» cuando lo usamos como sustantivo.

Y, sin duda, esto tiene que ver con la relación conflictiva con mi mamá. Qué se le va a hacer.

Con algunas, L por ejemplo, logré cerrar el círculo después de unos años, aunque entonces se cerró también la posibilidad de retomar un contacto nuevo. Con otras, J por ejemplo, la cosa acabó sin que yo me enterara por qué (bueno, tengo alguna hipótesis...), y aún me duele. También hay con quien, como C por ejemplo, la relación simplemente se terminó porque la vida nos llevó por otros caminos. La volví a ver años después y reconectamos con el cariño, pero ya no dio para una relación presente. En cambio, con B sí fue todo muy intenso (el principio, el medio y el final, que podría describirse incluso como dramático).

Un ex, de los otros, me dijo alguna vez que soy demasiado exigente con mis amigas. Igual y lleva algo de razón.

Tengo otra amiga, llamémosle E, con quien la relación se ha mantenido, on and off  como dirían los anglófonos, durante más de 20 años. Varias veces ha terminado, o eso hemos creído, y varias veces ha recomenzado. La última perecía muy definitiva, pero hay algo en mí que se rehúsa a darla por concluida. Hace unas semanas, meses quizás, el hijo de E, que también es amigo, me presentó a su primo, y yo, para identificarme, le dije, así sin pensarlo, que era una amiga intermitente de E.

Describir nuestra relación de esta manera me dio paz y una sensación de alivio, pues significaba que, en efecto, no tenía que ponerla en la lista de las examigas, sino que podría inaugurar con ella una nueva lista, la de las amigas intermitentes. Lo que para mí significa esta etiqueta es que el cariño permanece y que las circunstancias de la vida y las personales hacen que, en diferentes momentos, la amistad se manifieste o no, pero no desaparece. 

Ojalá E estuviera (pudiera estar) de acuerdo conmigo. Porque la quiero. Porque la extraño. Porque sigo creyendo que es mucho más lo que nos une que lo que nos separa.

lunes, 16 de agosto de 2021

Mi papá


Hoy cumpliría 87 años. Y lo recuerdo, como cada 16 de agosto.

Hoy, en mi grupo de práctica de escritura de los lunes por la mañana, nos dieron como tema: "Las cosas que cargo". Y apareció mi papá:

Cargo, todavía, el miedo de mi papá. El miedo que le dejó dentro la guerra civil española. No era un miedo a morir o a la muerte (no cuando yo era niña, ese le vendría después). No era miedo a las bombas o a los rifles. No lo creo. Era más un miedo al hambre. Miedo de no tener suficiente para comer. Miedo de que la tía Amandina se robara el único huevo que habían guardado para él (enfermo de tuberculosis). Miedo de que ya no lo mandaran a por el pan porque de regreso a casa se comía los corruscos de las piezas que había comprado. Miedo de no volver a ver a su papá y miedo de volver a verlo.

Ese miedo, de adulto, se convirtió en la obsesión de coleccionar cosas, como si así se asegurara de no quedarse sin nada. Coleccionó, sobre todo, perros de porcelana, y los guardaba en una vitrina. Pero no paró ahí. También coleccionó gallinas. Y esferas de cristal. Y cuadros. Muchos muchos cuadros, de corte religioso una buena parte. 

Ese miedo también se convirtió en su fobia por los ratones. (Supongo que convivió con ellos durante la guerra). A mi hermano y a mí nunca nos permitió tener un hámster como mascota porque le recordaban a los roedores de su infancia.

El miedo que cargaba lo llevó a intentar estar siempre en control de su propia vida. Jamás una copa de más. (Para eso estaba mi mamá.) A él que no se le notara quién era en realidad.

Él cargaba, también, con la desaprobación (¿desprecio?) de su padre. Y yo cargo, aún, con la mirada culpable en el rostro de mi "tío" Manuel, que no era en realidad mi tío sino el amante de mi padre, su verdadero compañero de vida.

Yo cargo, también, con la forma en que se balanceaban las cosas en el departamento de la calle Uxmal durante el terremoto del 85. Él me instó a pararme bajo el quicio de una puerta y entonces vimos cómo dos figuras de barro, un rey y una reina de artesanía, se caían y perdían la cabeza.

Él cargaba, también, el miedo al rechazo y al abandono. Tanto así que se parapetó tras una vida de fantasía que intentó mantener intacta, aun cuando se desmoronaba a cada paso.

Saber lo que cargo, hoy, me permite soltar, seguir soltando. Mi papá no se atrevió a mirar.

Ojalá llegues a un espacio, pa, donde puedas trascender el autoengaño y encontrar la felicidad duradera, más allá del prejuicio y del miedo.


domingo, 15 de agosto de 2021

Invitada: Pema Chödrön


 Ampliar el círculo de compasión


Es audaz no excluir a nadie de nuestros corazones, no hacer de nadie un enemigo. Si empezamos a vivir así, encontraremos que, de hecho, ya no podemos delimitar a alguien como completamente correcto o completamente equivocado. La vida es más escurridiza y traviesa que eso. Intentar encontrar aciertos y errores absolutos es una trampa que nos hacemos para sentirnos seguros y cómodos.





Original en inglés y fuente, aquí.
Traducción al español e imagen, mías.

jueves, 12 de agosto de 2021

* * * * * 2 5 * * * * *

 El cuarto de siglo que le dicen.

                                                  O el aniversario de plata.

                                                                                            Etiquetas todas para marcar un hito en el camino.


el Chano y la Khandro
always in love

Una vida de conocerte, changuito.

Una vida donde te di la mano para caminar, luego abrí los brazos para recibirte cuando dabas tus primeros pasos, y después aprendí (y sigo aprendiendo) cómo acompañarte más de cerca o más de lejos, dejándote desplegar tus alas en busca de tu propio camino y dándote uno que otro empujoncito cuando lo necesitas.

Toda una búsqueda de equilibrio, más o menos acertada, que nos lleva hoy a relacionarnos como adultos con afinidades y con diferencias, pero siempre con amor y confianza (a pesar de todos los pesares).

Te deseo que tu camino sea largo y profundo, comprometido contigo mismo y que encuentres lo que anhelas, aunque aún no te quede del todo claro qué es.

Sabes que cuentas conmigo siempre.

Que mi casa siempre será la tuya cuando la necesites.

Que te quiero de aquí a la luna y de regreso mil veces.


martes, 10 de agosto de 2021

Historia de una planta 4









Yo a esta planta le digo la serpiente (o la culebra), por obvias razones. Además de su forma, tan de ella y tan de cactus, tiene una historia digna de contarse. Ella (o su madre o su abuela o tatarabuela) llegó conmigo más o menos cuando yo tenía la edad que en dos días cumplirá mi hijo, o sea, hará unos treinta tantos años. Estudiaba yo letras hispánicas en la facultad de filosofía y letras de la unam y tenía un mejor amigo, Miguel Ángel. Fue él, también amante de las plantas, quien me regaló el primer bracito (que seguro los botánicos denominan de otra manera). Yo calculo que para ese entonces ya vivía sola en mi pisito de la Narvarte.

Ya no me acuerdo en dónde la planté. Más bien creo que la dejé en la lata de aluminio donde Miguel ´Ángel me la dio. Así empezó nuestra historia juntas.

Luego vino mi mudanza a la Del Valle con Adrián. De ahí, Chimal y, finalmente, Cuernavaca, al búngalo en la calle de Narciso donde nació nuestro hijo. En esa casa teníamos una especie de patio interior que convertimos en jardín interior mientras esperábamos la llegada de Merengue (o sea, Santiago antes de ser Santiago). Y ahí alcanzo a ver todavía la latita con la culebra. No me acuerdo si fue entonces la primera vez que floreó o si eso fue en nuestra siguiente casa o en la siguiente. 

Después vinieron el divorcio y la mudanza a Ocotepec y la planta se vino conmigo. (Igual ya había dejado bracitos o hijos por ahí.) Y unos años después se mudó también a La Arboleda, donde llevamos viviendo ya 16. En algún momento, estuvo en una maceta de pared a la entrada de mi casa (la lata ya había pasado a mejor vida mucho antes). El hijo de una vecina, la tiró (quién sabe si con querer o sin él) y ella la trasplantó a una maceta normal. Creo que ahí empezó su caída en el olvido. En mi olvido.

De pronto, ya no tenía maceta, pero siempre quedaron unos bracitos por ahí, que yo, sin demasiado cuidado, colocaba en otras macetas más grandes. A veces prendían; otras, no. Pero nunca dejaron de andar por ahí, aunque, claro, en esa situación precaria no podían florear.

Luego me fui a España. Y regresé. Una de las maneras de ayudarme a aterrizar de vuelta a mi casa fue reconectándome con las plantas. 

Y en el balcón me encontré con la culebra olvidada. Estaba casi en estado latente. La rescaté y la puse en agua, donde echó raíces luego luego. La planté, bien plantada, en una maceta de pared que al poco tiempo, se desmoronó (ya tenía muchos años y el barro no aguantó el peso). Recogí los brazos de culebra y los replanté en dos macetas normales. Una, la que aquí aparece, se ha dado de maravilla. A la otra le ha costado un poco más (estuvo a punto de pudrirse), pero ahí va. A veces, cuando las riego, se desprende un hijo, y lo planto (bien plantado).

A Miguel Ángel lo volví a ver hace unos años, después de una larga ausencia. En esa ocasión me devolvió las tarjetas de estudio (a mano y de colores) que yo le había prestado un siglo antes para su examen de filología hispánica, y que él siempre conservó. Después nos ganó la ausencia otra vez. 

 








Fuimos amigos de feisbuc un buen rato, pero hoy que intenté etiquetarlo ya no lo encontré. Sin embargo, la culebra, en su nueva maceta y bien cuidada, ha vuelto a florecer, con estas preciosidades rojo sangre de cinco puntas. Y yo me acuerdo de mi amigo y me regocijo en el recuerdo de la amistad y en la persistencia de la vida.


lunes, 9 de agosto de 2021

sueño 27.

Hace unas cuantas noches, en medio de una crisis de salud, tuve un sueño. Estábamos en Cuernavaca, en la casa de mi abuela Rosa. Bajábamos a la barranca. Adrián llevaba a Santiago bebé y me decía que se iba a meter con él al río, que no me preocupara. Que volviera arriba y ellos me alcanzarían.

Le hacía caso, pero estaba inquieta. Me encontraba con gente que hablaba mucho. A veces se dirigían a mí y a veces, no. Entonces, me enfilaba hacia la barranca de nuevo. Me daba cuenta que Adrián y el bebé no habían salido del agua. Me tiraba para salvar al niño. Al salir con él, resultaba ser ella: una bebé.

Quizás era yo salvándome a mí misma.


miércoles, 4 de agosto de 2021

súper hallazgos (27 y 28)

Hace un par de días, le explicaba yo a una paciente cómo el trabajo que una emprende consigo misma es, en realidad, un compromiso para toda la vida. Quizás no todas las cuestiones que tenemos se resuelvan, pero la meta es el camino. Quizás (más bien, casi con total seguridad) tengamos que seguir lidiando toda la vida con ciertos patrones mentales (y conductuales) que se disparan cuando, por x o por y, las cicatrices (más o menos abiertas, más o menos sensibles) de las heridas viejas se reactivan. Pero a medida que seguimos andando tendremos más herramientas, más conciencia, más espaciosidad, más humor: entonces el camino se vuelve más disfrutable.

Yo misma (a instancias de mi hijo) volví a terapia (he perdido la cuenta de las veces que he estado, pero en realidad no importa, es un camino) hace poco más de dos meses y, por fortuna, volví a encontrarme con una terapeuta genial (mucho más joven que yo - podría ser mi hija). Por la amiga que me la recomendó, sé que hace "terapia narrativa", pero aquí solo soy paciente y confío en el proceso aunque no conozca los pormenores de la técnica.

El tema medular de esta etapa de mi vida es la separación de mi hijo, el bendito nido vacío, que no es una cuestión que se resuelva rápidamente, por lo menos no para mí. El primer súper hallazgo en este nuevo tramo del camino fue poder reconocer —quizá no por primera vez pero sí con (casi) total claridad—, que he sido una buena madre ("suficientemente buena", diría D. W. Winnicott). Esto fue enorme, enorme para alguien que siempre se ha sentido acechada da por el fantasma (interno, claro) de ser la peor madre posible, a pesar de todas las pruebas en contra, la primera, mi propio hijo.

Y luego, unas cuantas sesiones después, le relaté a Regina, mi nueva terapeuta, una crisis total (meltdown, en inglés, se acerca más a lo que viví) durante un curso de tibetano, que tomo con Santiago. Tras varias intervenciones mías, más o menos fallidas, acabé retirándome de esa clase en medio de un ataque de llanto (que, por suerte, no se vio en pantalla).

A nivel superficial, parecía la frustración normal de estar aprendiendo un idioma totalmente ajeno a cualquier cosa que yo haya intentado antes, sumada a la sensación de que el tiempo no pasa en balde cuando de aprender cosas nuevas se trata, o sea, me cuesta más trabajo que hace 30 años.

Sin embargo, rascándole un poco más al asunto, descubrí que, al momento en que Santiago empezó a participar en la clase con una fluidez envidiable, yo me sentí como una niña a la que se le escapa de la mano un globo.

Y no porque me perturbara su logro (de hecho, me da una alegría enorme), sino porque sentí cómo se sigue yendo (o sea, creciendo, separándose, independizándose) un poco más cada día, lo cual me enorgullece y me alegra y también me entristece. Pero gracias a Regina, descubrí el porqué más profundo (y trabajable): En la historia de mi vida, muchos de mis vínculos más cercanos se han terminado abruptamente y sin la oportunidad de dar paso a otra cosa. Esto es especialmente cierto en el caso de la relación con mi madre.

Cuando la llamé, hace casi 25 años, para decirle que, por instrucciones del psiquiatra, le pedía que, durante un rato, mantuviéramos la relación solo por vía telefónica, mientras me recuperaba de un caso muy grave de depresión posparto, ella me contestó: "Vete a la chingada" y me colgó el teléfono. No la volví a ver, ni a saber de ella, hasta 7 años después, cuando yo la busqué tras un año de mi divorcio. Lo que yo (mal) aprendí entonces (y no por primera vez), es que los vínculos se terminan y la gente me abandona. Ya desde antes de aquel momento (y por supuesto lo seguí haciendo después), había yo aprendido a desplegar una especial habilidad para repetir la historia de abandono, buscando a las personas "adecuadas" y asegurándome, una y otra vez, de confirmar mi fantasía autocumplidora, en un intento (condenando al fracaso) de resarcir el daño pasado.

Pero ahora, como me decía Regina, puedo aprender a ver las cosas de manera diferente: Puedo ver que la dinámica de los vínculos cambia, que los vínculos se transforman, que no necesariamente acaban como terminó la relación con mi mamá, y que mi vínculo con mi hijo es insustituible, no más o menos importante que otros. Y pude ver también, claro, que Santiago no es un globo que yo pueda perder, sino un hombre adulto con quien aprendo a relacionarme de formas nuevas..

¡Qué alivio tan enorme poder seguir reescribiendo mi historia y liberándome de los patrones viejos que me han producido dolor y sufrimiento durante tantos años!

Gracias a la vida. Gracias a Santiago. Gracias a Regina. Y gracias a mí misma por seguir andando, cuando a veces lo que me apetece es quedarme llorando en un rincón hasta desaparecer.

(Por cierto que, a la siguiente clase de tibetano, volví con fuerzas renovadas. Y el dibujo de la niña con su globo escapado lo hice yo...)