Hace un par de días, le explicaba yo a una paciente cómo el trabajo que una emprende consigo misma es, en realidad, un compromiso para toda la vida. Quizás no todas las cuestiones que tenemos se resuelvan, pero la meta es el camino. Quizás (más bien, casi con total seguridad) tengamos que seguir lidiando toda la vida con ciertos patrones mentales (y conductuales) que se disparan cuando, por x o por y, las cicatrices (más o menos abiertas, más o menos sensibles) de las heridas viejas se reactivan. Pero a medida que seguimos andando tendremos más herramientas, más conciencia, más espaciosidad, más humor: entonces el camino se vuelve más disfrutable.
Yo misma (a instancias de mi hijo) volví a terapia (he perdido la cuenta de las veces que he estado, pero en realidad no importa, es un camino) hace poco más de dos meses y, por fortuna, volví a encontrarme con una terapeuta genial (mucho más joven que yo - podría ser mi hija). Por la amiga que me la recomendó, sé que hace "terapia narrativa", pero aquí solo soy paciente y confío en el proceso aunque no conozca los pormenores de la técnica.
El tema medular de esta etapa de mi vida es la separación de mi hijo, el bendito nido vacío, que no es una cuestión que se resuelva rápidamente, por lo menos no para mí. El primer súper hallazgo en este nuevo tramo del camino fue poder reconocer —quizá no por primera vez pero sí con (casi) total claridad—, que he sido una buena madre ("suficientemente buena", diría D. W. Winnicott). Esto fue enorme, enorme para alguien que siempre se ha sentido acechada da por el fantasma (interno, claro) de ser la peor madre posible, a pesar de todas las pruebas en contra, la primera, mi propio hijo.
Y luego, unas cuantas sesiones después, le relaté a Regina, mi nueva terapeuta, una crisis total (meltdown, en inglés, se acerca más a lo que viví) durante un curso de tibetano, que tomo con Santiago. Tras varias intervenciones mías, más o menos fallidas, acabé retirándome de esa clase en medio de un ataque de llanto (que, por suerte, no se vio en pantalla).
A nivel superficial, parecía la frustración normal de estar aprendiendo un idioma totalmente ajeno a cualquier cosa que yo haya intentado antes, sumada a la sensación de que el tiempo no pasa en balde cuando de aprender cosas nuevas se trata, o sea, me cuesta más trabajo que hace 30 años.
Sin embargo, rascándole un poco más al asunto, descubrí que, al momento en que Santiago empezó a participar en la clase con una fluidez envidiable, yo me sentí como una niña a la que se le escapa de la mano un globo.
Y no porque me perturbara su logro (de hecho, me da una alegría enorme), sino porque sentí cómo se sigue yendo (o sea, creciendo, separándose, independizándose) un poco más cada día, lo cual me enorgullece y me alegra y también me entristece. Pero gracias a Regina, descubrí el porqué más profundo (y trabajable): En la historia de mi vida, muchos de mis vínculos más cercanos se han terminado abruptamente y sin la oportunidad de dar paso a otra cosa. Esto es especialmente cierto en el caso de la relación con mi madre.
Cuando la llamé, hace casi 25 años, para decirle que, por instrucciones del psiquiatra, le pedía que, durante un rato, mantuviéramos la relación solo por vía telefónica, mientras me recuperaba de un caso muy grave de depresión posparto, ella me contestó: "Vete a la chingada" y me colgó el teléfono. No la volví a ver, ni a saber de ella, hasta 7 años después, cuando yo la busqué tras un año de mi divorcio. Lo que yo (mal) aprendí entonces (y no por primera vez), es que los vínculos se terminan y la gente me abandona. Ya desde antes de aquel momento (y por supuesto lo seguí haciendo después), había yo aprendido a desplegar una especial habilidad para repetir la historia de abandono, buscando a las personas "adecuadas" y asegurándome, una y otra vez, de confirmar mi fantasía autocumplidora, en un intento (condenando al fracaso) de resarcir el daño pasado.
Pero ahora, como me decía Regina, puedo aprender a ver las cosas de manera diferente: Puedo ver que la dinámica de los vínculos cambia, que los vínculos se transforman, que no necesariamente acaban como terminó la relación con mi mamá, y que mi vínculo con mi hijo es insustituible, no más o menos importante que otros. Y pude ver también, claro, que Santiago no es un globo que yo pueda perder, sino un hombre adulto con quien aprendo a relacionarme de formas nuevas..
¡Qué alivio tan enorme poder seguir reescribiendo mi historia y liberándome de los patrones viejos que me han producido dolor y sufrimiento durante tantos años!
Gracias a la vida. Gracias a Santiago. Gracias a Regina. Y gracias a mí misma por seguir andando, cuando a veces lo que me apetece es quedarme llorando en un rincón hasta desaparecer.
(Por cierto que, a la siguiente clase de tibetano, volví con fuerzas renovadas. Y el dibujo de la niña con su globo escapado lo hice yo...)