Cuando mi mamá murió, me contactó mi hermano, sin abogado de por medio, para compartir conmigo el testamento que ella había dejado. Según lo que él me leyó por teléfono, decía algo así como "Dejo todos mis bienes a mi único hijo, Román Iglesias Morineau". También aclaró que el documento lo había firmado A.L., una amiga de la familia, como testigo, para darle más validez a lo que estaba leyendo, a saber, la última voluntad de nuestra progenitora.
Román y yo nos habíamos encontrado en el funeral. Yo llegué directamente a la funeraria (que podrían haber sido los velatorios del ISSSTE, como cuando murió mi papá, aunque más bien me parece que fue Gayosso, allá en Avenida Félix Cuevas: recuerdo el estacionamiento donde dejé mi coche después de que mi amiga E. me llevara hasta allí desde Cuernavaca). Me parece haberme cruzado con mi primo Jose en el camino hacia la sala donde estaba el féretro y ver de lejos a Cuca, quien fuera muy amiga de mi mamá. También recuerdo cómo mi tía Consuelo, hermana de mi tía Olga y de mi abuelo Óscar, intentó, sin éxito, que mi hermano y yo nos reconciliáramos (como si eso fuera una posibilidad). Yo alcancé a pedirle a él (o quizás lo hice sin pedirle permiso) que me dejara poner un cordón rojo de bendición sobre el féretro, cerrado con un cristal, para que se quemara con ella cuando la cremaran.
No me acuerdo cuánto tiempo después del funeral llegó la llamada. Yo ya estaba divorciada y vivía en el bungalito aquel en el viejo y querido Ocotepec. Fue allí donde había recibido el mensaje que mi tía Marisa dejó en mi contestadora el día que mi mamá amaneció muerta, al pie de la escalera del departamento 2 del número 548 de la calle Uxmal, donde vivió casi toda su vida de casada y los pocos años en que fue viuda (yo no alcancé a contestar el teléfono porque estaba lavando ropa a mano en el lavadero compartido con doña Leo, la casera). Mi tía solo hablaba de una desgracia y entonces me comuniqué a casa de mi mamá (a ese número de siempre, en realidad el segundo que recuerdo: el teléfono de la casa pasó de ser 523-59-31 a 559-65-14). Me contestó Lupe, la señora que le ayudaba a mi mamá (y que fue quien la encontró) y me pasó a la Sra. Burak, la vecina de arriba, que era enfermera y me confirmó que mi mamá había muerto.
La llamada de mi hermano no la tengo clara. La tuve que haber recibido en esa misma casa de Ocotepec y aunque me parece que Adrián andaba por ahí, no puede ser porque hacía ya tiempo que no estábamos juntos. Recuerdo algo del impacto, pero no mucho. (Me debo haber disociado ante la noticia.) Recuerdo que le pedí a mi hermano que nos reuniéramos. Y nos reunimos en Cuernavaca, en un restorán fifí de los que a él le gustan. En esa comida, le pedí que me ayudara a tener un lugar propio donde mi hijo y yo pudiéramos vivir sin tener la preocupación enorme de pagar una renta. Recuerdo que le pedí también que me dejara visitar el departamento 2 del número 548 de la calle Uxmal mientras lo desmontaba, para recoger, si aún existían, algunas cosas mías (como fotos y papeles viejos que nunca me llevé) y algún recuerdo de mis papás o de mi familia. Pensaba sobre todo en una azucarera de plata estilo art nouveau, quizás un regalo de bodas, que mi abuela Ma. Luisa trajo de España y que luego mi papá puso como adorno en la sala de la casa. Tenía una forma irregular, panzoncita, llena de curvas y de adornos colgantes y un par de asas. Me encantaba. Mi hermano dijo que sí a ambas peticiones. No cumplió ninguna.
A mí ni me pasó por la mente impugnar el testamento (era como pelearme con mi mamá después de muerta). Tampoco nadie me lo sugirió. Mejor me quedé con el comentario de otro amigo de la familia que, en el funeral, me dijo que mi madre, a quien yo había visto por última vez 2 meses antes del accidente en la escalera (como cuento aquí), estaba contenta de que yo la hubiera buscado. Mi hermano, insinuó que se había resbalado por mi culpa, por la agitacion emocional de haberme vuelto a ver, pero eso nunca me lo creí. Yo me conté que quizás mi mamá, con un poco más de tiempo, habría enmendado el testamento que seguramente cambió en uno de sus arranques de rabia, odio, miedo, confusión...
En más de una ocasión, más de un pariente, tanto del lado de mi papá como del de mi mamá, comentó lo injusto que todo eso había sido y lo mal que mi hermano se había portado, escudándose tras la legalidad. Pero nadie nunca intercedió por mí.