martes, 3 de marzo de 2020

Autorretrato (en palabras) 2


Empecé a hacer mi autorretrato (el 1) y me caí tan mal que lo borré y volví a empezar.
A mí me da susto, mucho susto, no caerle bien a la gente. Y si alguien me demuestra afecto o simpatía, me empiezo a preocupar: Podría perderlos. Por alguna torpeza. Por ser excesiva o insuficiente. Por que descubran quién soy realmente. Como si fuera una impostora, una espía encubierta, jugando a dos o tres bandos. Un fraude. Y esto quizá me venga de la infancia. De no haber tenido un espejo que me reflejara con claridad. De verme deforme, desfigurada, incompleta. En los ojos de mi mamá.
Mi madre fue una huérfana temprana, demasiado temprana. (La orfandad es siempre demasiado temprana.) Mi abuela Adela, en cuyo honor me bautizaron, murió cuando Marta Cecilia, su única hija, tenía 6 o 7 años y se hacía bolita debajo de la cama donde su madre agonizaba de cáncer pancreático. Sola y helada, la imagino. Y tras la muerte de Adela, su padre volvió a casarse y decidió que lo mejor sería mandar a la hija a un internado en Estados Unidos para dejar el campo libre a la nueva esposa (mi futura abuela Rosa). Así que Marta se quedó también sin padre, a quien, sin embargo, adoraba por sobre todas las cosas. Solía contar, con mucho orgullo, que cuando él publicó alguno de sus libros sobre derecho, se lo envió al internado pidiéndole que recibiera con cariño o con los brazos abiertos o algo así a “tu hermanito” y completaba la dedicatoria con un "sabiendo que a ti te quiero mucho mucho más". Menuda chingadera me ha parecido a mí siempre el gesto.
El caso es que yo también me sentí huérfana siempre. No lo pude nombrar hasta ya bastante mayor, porque, claro, si una tiene madre (y padre) no puede ser huérfana. Pero la mía tenía una manera muy sutil de estar ausente. En la vida cotidiana, se enteraba de todo: de los nombres de mis maestros, de quién era mi amiga favorita, de cuándo tenía examen de esto a aquello, pero a nivel visceral había una fibra suya que no conectaba. Ahí, en mis entrañas, siempre ha habido un hueco.
            Y ese hueco ha buscado siempre cómo rellenarse. Así, he ido coleccionando ausencia tras ausencia a lo largo de más de medio siglo. Y el hueco venga a hacerse más grande. Mucho tiempo lo consideré un enemigo, un monstruo, un Mr. Hyde que tapar o desaparecer a toda costa. Hasta que descubrí que el hueco, el hoyo, el agujero, era parte mía. Una parte de la que no necesitaba avergonzarme. Una parte que no era necesario esconder y tampoco exhibir. Una parte a la que solo tenía que acoger y quitarle la etiqueta de enemiga. Quizá sea ella la fuente, o el corazón, de mi timidez. Y, oh paradoja, también de mi capacidad de conectar desde las vísceras con las ausencias, los dolores, los sustos, las tristezas de los otros. De saltarme las brechas que abren las edades, las generaciones, los océanos y las máscaras.

Para María Loherr,
que me pidió que la adoptara y,
en adoptándola, sigo adoptándome a mí misma. 
Curándome.

2 comentarios:

  1. Yo te veo, te admiro y te siento en cada relato. Un abrazo

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  2. Y para que no se me olviden, las palabras de María Loherr: "Es precioso, igual que esta adopción formalizada a través del cariño y las palabras. Un honor 💜"

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