« La mamá buena eres tú; ya la encontraste...»
Así concluyó Regina, mi terapeuta, nuestra sesión más reciente. Y yo no me lo acabo de creer.
Toda una vida buscando a una mamá buena en una serie interminable de mujeres a mi alrededor: una de las hermanas de mi abuela Rosa (Luz creo que se llamaba), que había tenido cáncer de mama (supongo) y le había quedado un brazo como del doble de tamaño del otro; miss María Luisa, maestra de caligrafía y posteriormente directora de algún departamento en la escuela donde pasé 15 años, que había enviudado poco tiempo después de dar a luz a su hijo; miss Georgie, mi maestra de preprimaria que una vez se desmayó en clase y se cayó de su banco (aunque yo no la vi); miss Jackie, mi maestra de inglés de tercero de primaria, que siempre usaba pantalones de pana Levi's y se veía sola y desprotegida; miss Demy (Dimitrula, en realidad), mi maestra de español de quinto de primaria, que era solo buena onda y maternal; miss Evangelina, mi maestra de español de tercero de primaria, que era chaparrita y enojona, se empujaba los lentes nariz arriba todo el tiempo y nos enseñó los acentos a prueba de balas; miss Ramona, mi maestra de biología, menudita y con cara triste; Ángeles, mi maestra de literatura durante muchos años, casi amiga.
Luego vinieron las amigas, algunas transformadas en ex, sin que yo supiera conscientemente aún la búsqueda que estaba detrás: J, que hizo de mamá, quizá sin saberlo ella tampoco, hasta que cambió de hija; L y B, con una mezcla confusa de relación materno-filial y relación amorosa; N, con su orfandad literal que condicionó, sin que nos diéramos cuenta, nuestra relación adulta, al entrelazarse (me imagino) con mi orfandad simbólica. Muchas veces he tenido la sensación de que soy demasiado o demasiado poco y es que para mi mamá no había cariño satisfactorio. Sin embargo, también es cierto, me digo, que muchas amistades han sobrevivido, se han transformado, se han fortalecido, a pesar de los pesares.
Regina apuntaba también cómo cuando la necesité, mi mamá no estuvo (no tenía con qué, no podía) y entonces yo aprendí a sobrevivir sola. Siempre con ese hueco de orfandad, pienso yo, hasta hoy que empiezo a vislumbrar cómo no necesito el cuidado de una mamá externa, porque con la interna, conmigo misma, me basta y me sobra.
Recuerdo una ocasión, cuando vivía sola en el departamentito de Petén y me enfermé de tifoidea. Tenía un dolor de cabeza monumental y mi mamá fue a verme. Cuando dudé entre tomarme una neomelubrina o no, ella se fue muy enojada. No soportaba que yo la necesitara. Entonces fue mi amiga Pilar, la más antigua de mis amigas, quien me llevó un delicioso caldo pollo con verduras. Cuando de mucho más niña tuve hepatitis, cuyo primer síntoma fue vomitar en el pasillo de la casa, mi mamá me regañó, incapaz de consolarme.
A veces todavía se me hace bolas el engrudo, por supuesto, como últimamente con ME, aunque ahora empiezo a confiar en que no es preciso que las relaciones se acaben, sino que pueden transformarse. La intensidad de las mías, sobre todo con las mujeres, ha tenido que ver con mi relación no sanada con mi mamá, me señalaba Regina. Con los hombres me parece que la influencia de este pendiente ha tenido que ver con mi elección de parejas distantes y abandonadoras.
Pero en el camino "yo solita me cuidé", como cuando, hace varios años, salí de una sesión de terapia presencial en Tepoztlán. Estaba tan perturbada y lloraba tanto, que decidí no tomar el coche inmediatamente para regresar a Cuernavaca. Pensé que me podría accidentar. Así que caminé por el pueblo y me compré un cigarro en una miscelánea para calmarme. Una vez calmada, emprendí el viaje de regreso (y un poco más adelante dejé a esa terapeuta).
Así que, como mantra, repetiré el hallazgo de esta semana, mientras mi piel, mi mente, mi corazón, mis manos se van acostumbrando a la idea, van asumiendo que la búsqueda terminó.
« La mamá buena eres tú; ya la encontraste...»