Así es la floración de tu violeta color vino. O sea, cuando le vuelven a salir flores, quizá dos veces al año (no es de las que florean mucho), te da gusto y, al mismo tiempo, hay tristeza o nostalgia o un pelín de melancolía.
Por qué. Porque te recuerda a ella, una de tus exes, así con e ese al final porque, aunque la RAE indica que este sustantivo permanece invariable en plural, qué sabe la RAE de tu colección de amigas que dejaron de serlo. Y que son muchas, así en plural variable, o cuando menos a ti te lo parece. Quizás no sean más de las que todo el mundo acumula a lo largo de su vida. A ti se te juntan exes amigas, con exes parejas (aunque de estos haya menos o, al paso del tiempo duelan menos), además de exes parientes (pero eso ya amerita otra entrada, la verdad).
Ella no fue tu primera ex, seguro que no, y seguro que no será la última. Para cuando dejó de hablarte, de comunicarse contigo, pues, de interesarse por ti, ya se habían empezado a distanciar y tú, tu colección ya la habías arrancado bastante antes. Pero jamás pensaste que ella dejaría de ser tu amiga por completo. Podrían verse menos, hablarse menos, incluso, caerse menos bien, pero no ser nada, después de todo lo que habían sido, era poco menos que imposible, pensabas, sin llegarlo a pensar realmente.
Esa violeta color vino te la regaló ella hace muchísimos años, más de treinta, antes de que te casaras, antes de que naciera tu hijo, antes de que ella se casara y naciera su hija. Antes de que salieran de viaje, madres solas, con tu hijo y su hija, que fueron amigos también, durante un rato, y parecían hermanas. Pero en el tiempo de la violeta color vino, tú y ella solteras, empezaban a ser adultas y salían juntas de viaje, desde aquel primer viaje a Europa, al terminar la prepa, del cual tú olvidaste todo detalle. Una vez, en una ida a Puebla y Cholula, quizás para un fin de año, compraron sendas macetas de talavera y ella te regaló una hija de su violeta color vino para la tuya.
Y pegó. Pegó muy bien. Y te la llevaste contigo cuando te mudaste con tu futuro marido y luego llegó a la casa donde nació tu hijo y luego a la siguiente casa donde vivieron los tres, la penúltima que compartirían. En ese lugar, se te ocurrió (o se le ocurrió a tu marido, quién sabe) ponerla en una maceta más grande junto a otras plantas, en una especie de patio interno de la casa, detrás de un vidrio enorme. Un buen día, te diste cuenta que la violeta se marchitaba. No era por falta de agua: se moría. No te acuerdas qué hiciste exactamente. Desplantarla, seguro, y quizá replantarla entera o plantar alguna de sus hojas. Y sobrevivió y volvió a florecer.
Te acompañó a la última casa que compartiste con tu marido. De ahí, a la primera casa que compartiste con tu hijo, después del divorcio, y de ahí a la segunda, donde has estado ya más de 17 años. La violeta siguió creciendo y floreando sus dos veces al año. Tuviste que buscarle una maceta nueva, más grande (la de talavera acoge ahora a tu violeta blanca recuperada). Quizás ella, esta ex, haya llegado a ver la violeta color vino en esta casa tuya, hace años, cuando aún se visitaban y pasaban tiempo juntas.
Ahora, hará más o menos 7 años que se volvieron exes. No se ven. No se hablan. Saben la una de la otra, o por lo menos tú sabes algo de ella, por amigas comunes. Y nada más.
Pero tu violeta color vino sigue vivita y floreando. Recordándote que las amigas pueden dejar de serlo y la vida sigue.
Aquí en esta foto que recién le sacaste en su nuevo florecer, se alcanza a ver al fondo un pedacito de la tierra de tu padre, un par de madreñas que compraste a tus 17 años, hace 42, cuando visitaste Avilés por primera vez.
Así la vida y sus entrelazamientos.
Así el otoño y su sabor agridulce: de ausencia de lluvia, de aire frío y cielos espectaculares, de lunas equivocadas, recuerdos y la cercanía de los muertos.