jueves, 30 de abril de 2020

Rutina confinada

para Olguita,  porque le importa saber


Ana: «No voy a saber salir después del encierro».

rutina
Del fr. routine, de route 'ruta'.

1. f. Costumbre o hábito adquirido de hacer las cosas por mera práctica de manera más o menos automática.

«A todo se acostumbra uno, menos a no comer», decía Amparo, una de las hermanas de mi abuela Rosa. 

A un mes y 20 días de encierro, más o menos, ya está bien establecida una rutina de encierro o de confinamiento o de pandemia o de coronavirus o de cuarentena. Aun con los oleajes emocionales —los míos, más pronunciados; los de Ana, casi imperceptibles—, nos hemos asentado en el piso cerca del Bernabéu en una vida con hábitos y costumbres donde las fronteras entre los días se borran. La única que permanece con claridad es la que distingue la noche del día.

Yo acabo mis días posesionada del sofá de la sala y el netflix, una vez que Ana se ha ido a acostar. Entonces aprovecho para ver alguna de mis series favoritas, que a ella le resultan insoportables: asesinos seriales en Islandia o conflictos medievales en la antigua Inglaterra, por ejemplo.

Antes de eso, hemos visto la serie que vemos juntas, algo más tranquilo. Nuestro último hallazgo: Anne with en e, que ha resultado mucho mejor de lo esperado. A las dos nos gusta, aunque claro, yo me emociono como la protagonista de la historia, mientras Ana permanece casi impávida en el sofá. A veces soltamos alguna lagrimilla, pero nos cuidamos bien de que la otra no se dé cuenta o le damos la oportunidad de fingir que no se da cuenta.

Mientras vemos la serie en turno, cenamos: Sobras de la comida (sobre todo, yo), croquetas, un bocata (o sea, nuestro sándwich) y el reglamentario yogur de sabor con galleta incluida dentro, como postre. Y lo raro que es cuando se acaban los yogures y no podemos cerrar la cena como dios manda.

Antes de cenar, se impone la partida de cartas. Si alguien me hubiera dicho que yo estaría en Madrid jugando continental todas las tardes con mi anfitriona, me habría muerto de risa (o me habría quedado en mi casa...) No sé si cuando podamos volver a salir, cuando pueda volver a México, me quedarán ganas de jugar continental, pero de momento es un espacio relativamente seguro donde me puedo relajar. Y la sensación que me da ganarle a Ana es imbatible. También es cierto que cada día juega mejor, aunque no sé si será capaz de hacerlo con más participantes. (Con suerte, yo ya no estaré para ver eso.)

Antes de la timba (término recién adquirido), viene la tarde en el despacho. Ese espacio que he logrado hacer mío casi sin interferencia. Escribo. Traduzco. Atiendo a algún paciente. Videollamo a amigas, a mi hijo, a mi comadre. Coloreo. Me pongo música y bailo. Medito. Y miro por la ventana. Miro mucho por la ventana.

A esto le precede la hora de la comida, un espacio en general compartido con Ana. Ella guisa; yo pongo la mesa. Y comemos juntas. Unos días platicamos bastante; otros, lo hacemos casi en silencio. La comida casi siempre está buenísima. Le agradezco, pero no se lo digo mucho porque... qué sé yo, no parece tomárselo muy bien.

Y aún antes, está la mañana en el despacho. Muy parecida a la tarde, pero más larga (o así la siento). Yo, conmigo y con mis cosas. Disfrutando el espacio de soledad.  Abro una poco la ventana y dejo entrar los cantos del pájaros y el aire. (Si Ana llega a entrar, me pregunta si no tengo frío.) Escribo. Traduzco. Platico. Coloreo. Lloro. A veces. Y doy vueltas a la cocina, porque desayuno en etapas: naranja, yogur (con muesli o con alegría), pan tostado (a veces) y uno, dos o tres tés. Escucho a Bach o la radio o algo en youtube. Empiezo a ver cómo el sol ilumina las gitanillas, que quizá no sean gitanillas, en el balcón de mis vecinos. Veo cómo llueven semillas. O cómo se nubla de nuevo.

Y antes de nada, el momento más difícil del día: Despertar, en general motivado por la actividad de Ana alrededor de la casa, y darme cuenta que estoy en el mismo lugar y en un día distinto, aunque parezca el mismo. Entonces subo las persianas y decido si me quedaré en pijama, si usaré pijama de la cintura para abajo y ropa de la cintura para arriba o si me cambiaré toda. Esto con el afán de marcar una diferencia con ayer o antier o el día previo cualquiera que sea.

Quizá pronto nos toque volver a aprender a vivir parte de la vida afuera,
en condiciones también desconocidas.
Tapándonos la cara. Tal vez.
Ojalá nos conformemos con fluidez.
Ojalá cambiemos para bien.

martes, 28 de abril de 2020

Cosas que suceden en mi ventana 9


  • La vecina viejita, que vive a la derecha de la pareja y abajo del balcón de la otra pareja, abre la cortina una rendija y echa un ojo fuera. Un instante. Como con miedo. Pareciera que me ve mientras medito. Cuando aún hay luz de día, baja la gruesa persiana café de madera. Se apertrecha dentro. 
  • Una urraca recorre el alféizar del edifico vecino caminando. Se le ve la cola despeinada. Parece recién levantada de una farra.
  • Los últimos rayos del sol iluminan la antena que corona el edificio de enfrente. Es una flecha dirigida al cielo.
  • Las nubes blancas y grises sobre el cielo azul cobijan mi tristeza.
  • Me limo las uñas de las manos o me corto las de los pies: prueba ¿irrefutable? de que el tiempo pasa. (Tal vez solo se repita en bucle.)
  • De mañana, la ventana de la vecina mayor tiene solo un mínimo cuadrado abierto al mundo: las persianas aún cubren la mitad y los cristales cubren 4/5 del espacio. Al poco rato, ya está cerrada a cal y canto otra vez. (El mundo parece serle un sitio peligroso.)
  • Una fugacidad blanca pasa por el rabillo de mi ojo. ¿Sería una mariposa? ¿Una carta de amor?
  • Me encuentro con estas palabras de Jordi Doce, que me emoconan: Con la llegada de los vencejos llega también el cambio de la luz, que empieza a virar a blanco y se impregna de cal, de verano anticipado. Esa nitidez polvorienta del sur que es ceguera y en la que, a ciertas horas, se adivina el fondo negro, calcinado, de las cosas. 
  • La lluvia me alivia cuando la escucho entreabriendo el vidrio.
  • El vecino recorre su terraza como si estuviera parado en una de esas bandas de aeropuerto. No parece que mueva pies ni piernas.
  • Bailo descalza sobre la duela. Contacto con algo parecido a la alegría.
  • Ya casi no me pregunto qué carajos estoy haciendo aquí. Solo a veces. (Sigo sin respuesta.)
  • Ilumino (coloreo) mandalitas sin parar. Llevo más de 50. Espero que me alcancen para el resto de la cuarentena, que ya pasó de 40.
  • Han nacido más criaturas para mi bestiario.
  • Escucho voces de niños en la calle. No me atrevo a asomarme por si solo es mi imaginación.
  • Luego, veo niños en patineta tomando la calle.
  • Los árboles grandes se mecen como llevados por un oleaje en el fondo de algún mar. Los más pequeños tiemblan cuando el viento los roza.
  • El himno a la alegría se mezcla con los trinos de los pájaros. Me asombra y soy feliz. Unos instantes.


domingo, 26 de abril de 2020

coronaHallazgo 2


Las pasadas dos o tres noche, a manera de despedida antes de irse a dormir, Ana ha declarado: «Un día menos», con una mezcla de resignación y alivio, parece. Desde la primera vez, su declaración me resultó perturbadora. Y anoche le pregunté: «¿De cuarentena o de vida?» y entonces quien se perturbó fue ella, claro. «No lo decía en ese sentido», explicó, pero ya estaba dicho.

Y es que un día menos de cuarentena, o un día menos a secas, es un día menos de vida. Un día más cerca de la muerte. Así son las cosas, no es cuestión de optimismo o pesimismo.

Esto me llevó a pensar cómo nos cuesta, en efecto, vivir en el presente. Solemos estar deseando que las situaciones terminen (la época de exámenes, las fiestas de fin de año, los días de frío, los días de calor, la lluvia...) y mientras esperamos (y nos quejamos) la vida se nos va. Porque si John Lennon ya dijo (más o menos) que la vida es lo que sucede mientras hacemos planes, el coronavirus me ha hecho ver que la vida también es lo que sucede mientras esperamos a que algo pase o se termine.

Y lo que se termina es la vida misma.
Un día menos.


viernes, 24 de abril de 2020

andar conmigo




Cosas que suceden en mi ventana 8


  • Una tormenta eléctrica nocturna enciende el cielo tras el edificio vecino. Se oyen los truenos. Pero no se ven los rayos como en el balcón de mi casa de Cuernavaca.
  • Llueve. De tarde. Otra vez. Casi en silencio.
  • Ana ve Roma de Cuarón del otro lado de la pared. Yo la escucho. Hablan como yo. Se me antoja ver el final. No me atrevo. Apuesto conmigo misma que a Ana no le gusta. Gano la apuesta.
  • Temo salir a un mundo donde las personas habrán perdido dos tercios de su cara.
  • Empiezo cada día, más bien tarde, con una canción en bucle: «Quiéreme» de Aute, «Tejados» de Macu Gavilán, «Suzanne» de Cohen, «Quiéreme» de Aute, «Tejados» de Macu Gavilán, «Suzanne» de Cohen, «Quiéreme» de Aute, «Tejados» de Macu Gavilán, «Suzanne» de Cohen...
  • Una, dos, tres, cinco, siete: una convención de urracas en mi árbol. Se persiguen. Comen. Vuelan de una rama a otra. Juegan. Alcanzan la azotea del edificio de enfrente. Vuelven al árbol. Una algarabía total de vuelo y graznidos. (Las escucho graznar, platicar, chismear, sin duda de que son ellas.) Se intercalan los trinos de otros pájaros invisibles, seguramente mucho más pequeños. (Como hace sol, salgo al balcón para disfrutar el espectáculo más de cerca.)
  • Me sorprende, pero entiendo, que alguien quiera ruido en las calles y olor a gasolina quemada: el anhelo de la vida de antes.
  • Una paloma se posa en el alféizar. Me mira. La miro. Emprende el vuelo cuando intento alcanzar la cámara.
  • Un helicóptero deshace las nubes a rugidos. Intenta meterse en la terraza de mis vecinos. Desaparece dejando una estela de inquietud.
  • Cerca de la hora de la comida, la vecina nueva, que ya no lo es, se sienta de perfil en la ventana, con una taza roja en la mano y la mirada perdida.
  • Quizás sean vencejos esas aves que vuelen en círculos tan arriba en el cielo por las tardes. Leí que es ahora cuando vuelven del sur. También leí que los vencejos pasan la mayor parte de su vida volando: así duermen, comen y copulan. Solo se posan para anidar. Quien fuera vencejo en estos tiempos de pandemia.

jueves, 23 de abril de 2020

Invitada: Joana Delgado



Una cafetería en Chile

Soy la dueña de una cafetería en Chile, en Santiago, en un barrio periférico que cuelga de la ciudad como un dobladillo descosido. En mi calle hay un semáforo y dos líneas de casitas bajas, antiguas, de las de antes de los rascacielos. Mi establecimiento tiene seis mesas blancas, una barra corta y cuatro taburetes. También hay tres ventanales que dan a la calle, a través de ellos  puede contemplarse la más absoluta calma, el cambio de luz trascurriendo el día y poco más.
           Cada dos meses lavo las cortinas de cuadritos blancos y azules. Volver a colocarlas cada vez me cuesta más porque tengo que hacer equilibrios en lo alto de una escalera coja. Un día en que me encontraba en esa precaria situación, oí una voz desconocida:
            —Si quiere, puedo ayudarla.
             —Me vendría bien. Sujéteme la escalera.
            Desde la altura vi dos manos masculinas, elegantes, no demasiado jóvenes, asiendo los barrotes de la escalera vieja.
             Ya con los pies en el suelo, le dije al recién llegado que solo sirvo café, con leche o sin. Si le apetece comer algo tengo tarta kuchen, la hace mi comadre, es de confianza. También dispongo, para los días tristes, de una botella de coñac francés y otra de anís del Mono, que es español.
          Se conformó con todo y desde ese primer día acabó viniendo seguido. Cuando entramos en confianza, aquel hombre de ojos brillantes y pelo canoso sujeto en una cola me contó que venía de Malta, que era fotógrafo callejero.
             —Tiene usted estas paredes blanquitas muy desnudas, doña —me comentó un día que hacía sol.
              —No siempre. Ahora mismo, si se fija, justo detrás de usted, cerca de la ventana he puesto un poema de Jaime Sabines, el escritor mejicano. Curarme de ti, se titula. Habla de amor. Sus palabras han tenido un eco especial en mi corazón, me han hecho bien. ¡Ande, léalo!
            Y así lo hizo.
           Unos días después, el nuevo parroquiano me dijo que quería entablar una negociación conmigo. Me mostró una fotografía. «¿Me da usted permiso para colgarla en la misma pared en que ha puesto el poema? A cambio, yo le haré una fotografía de su negocio. Podría utilizarla para un calendario, por ejemplo. Descuide, la haré bonita, soy un buen profesional.» Me sorprendió su proposición. Miré la fotografía con los ojos entornados y la guardé debajo de la barra. No le respondí ni que sí ni que no, solo que lo pensaría.
Yo vivo sobre mi local, en el primer piso, de tal manera que mi casa y la cafetería forman una unidad semejante a la del alma y el cuerpo. Aquella noche, descansando del trajín y después de pensar en cómo se deslizan los días que van componiendo mi tiempo, miré con atención la fotografía: era un paisaje urbano, había una plaza, un banco solitario y una esquina suave formada por tres arcos. La arquitectura me pareció propia de la vieja Europa. Dos jóvenes, un hombre —él vestido de soldado— y una mujer, de espaldas al fotógrafo, caminaban decididos. Nada más.
Cuando me preguntó, le dije que me parecía raro que un fotógrafo retratara a las personas de espaldas. Entonces se aproximó a la barra y me explicó que era una foto robada. Se quedó allí, ocupando un taburete mientras yo lavaba las tazas, y unos vasitos de cristal. Cobré dos consumiciones y mientras contaba las monedas pequeñas, con total sinceridad, le manifesté que no comprendía qué interés podía tener en colgar esa foto. «Esa muchacha, es el amor de mi vida y me gustaría discutir con su poeta.»
—¿Y en qué se basaría esa discusión?
Antes de que me contestara me di cuenta de que tenía que encender la luz de la sala porque la tarde ya se iba. A esta hora siempre me gusta echar un vistazo a mi negocio; el aroma del café impregna deliciosamente el espacio y, a través de la ventana central se cuela la cálida luz de una farola pública; es hora de recogimiento y los clientes suelen bajar la voz. En este momento volvimos a reanudar la conversación.
—Pues verá, doña, el poeta quiere curarse del amor, quemarlo, tirarlo a la basura y  no estoy de acuerdo. Discrepo. Los amores débiles mueren por sí mismos, pero el que describe el verso es el verdadero amor y yo no quiero curarme. Me gustaría explicarle al poeta mis razones, sin prisas, según vayamos hablando. ¿Me da usted su permiso?
—Tendría que pensarlo un poco más –le dije con la intención de no ser categórica.
Aquella noche, en el sofá, después de reflexionar en cómo el tiempo transcurría sobre mi vida sin hacer ningún ruido, ¡el muy ladino!, me puse a pensar en mi historia amorosa y enseguida me vino a la mente la imagen del amor de mi vida. Es cierto que había habido otros, pero tenía que hacer un esfuerzo para recordarlos. Todos aparecían como sucedáneos, destellos de aquel amor que no duró más de tres suspiros. Aquel descubrimiento me dio mucho que pensar antes de dormirme.  
 ¿Cuál era la historia de aquel soldado y la muchacha? Fue lo primero que le pregunté al fotógrafo en cuanto llegó. Me dijo que el soldado era el novio de la chica y que se casaron. Ese mismo día, él regresó a Chile. «El verdadero amor, doña, solo se experimenta, pero nunca se alcanza. Es como un maleficio: siempre es imposible, dramático, asimétrico, o mil impedimentos más…Pero es lo único que tenemos, y yo no quiero curarme de esa enfermedad», afirmó de manera contundente, como si llevara media vida pensándolo.
Accedí a que colgara la fotografía.
—¿Tendría usted la bondad de prestarme la escalera?
—¿Y para qué la necesita?
—Para poner la foto sobre el poema.
—Ah, no, de ninguna manera. Si van ustedes a discutir que sea a la misma altura, en igualdad de condiciones. ¡Faltaría más!

miércoles, 22 de abril de 2020

Anhelo confinado


Hace un par de días me di una ducha (un regaderazo, dirían en mi tierra) larguísima, mucho más larga (y a ratos más caliente) de lo que mi conciencia ecológica me permite (por eso no me ducho diario, para poder excederme a veces). Puse especial atención en el tacto del estropajo (un zacate que vino conmigo de México) enjabonado (con un jabón de lavanda que me regaló una amiga antes de venirme a este lado del mundo) sobre mi piel. Y entonces me di cuenta con toda claridad de la enorme necesidad, el enorme anhelo que tengo de un abrazo. De contacto físico con otra persona. De sentirme contenida.

Desde que llegué a Madrid, en octubre pasado, Ana y yo no nos hemos dado más de cinco abrazos y eso, exagerando (uno a mi llegada, otro cuando me fui a Francia en diciembre, otro más por su cumpleaños: igual solo han sido tres). En estos días de confinamiento, ninguno. Claro que compartiendo un piso, no hay en realidad distancia segura que valga, pero supongo que tal instrucción es un buen pretexto para evitarnos.Ya me había yo dado cuenta que los españoles son poco dados al contacto, al abrazo, al apapacho, tan común en mi país. Con mis compañeras del máster, fuimos rompiendo estas barreras, pero luego llegó el coronavirus y ya no hubo tu tía.

Y entonces, mientras me enjabonaba, empecé a hacer una lista mental de los abrazos que más me hacen falta. De mi hijo, claro, más de uno. Y de mi nuera, varios también (es una especialista en abrazos). De mi comadre, Ma. Eugenia, y ya estando en Chimal, pues de la Chara, que los abrazos perrunos también cuentan. Y de todas mis amigas de Cuernavaca, claro. Y de Olguita: nos mandamos muchos virtuales, pero no saben igual.

De este lado del Atlántico, que ahora parece un obstáculo nimio o más enorme que nunca, según se vea, de mi prima en Cataluña, Mary Carmen y de Mariona y Laia, mis sobrinas. De Joana en Barcelona. Entonces, volvería a cruzar el Atlántico, con dirección muy sur, para llegar al Chaco, en Argentina, y abrazar a Mariel y a David y a Ámbar.

Y sí, un abrazo tuyo, también.
Porque en tus brazos me sentí segura. 
Aunque durara demasiado poco.

El diccionario de la RAE dice que abrazar es ceñir con los brazos y estrechar entre los brazos en señal de cariño. Pero, como le suele suceder al DLE, se queda corto. Y más en estos tiempos de pandemia. Abrazar ahora es lo prohibido, lo temido, ly o anhelado. Qué mundo tan extraño este donde un abrazo cobra este valor contradictorio.

Mi inconsciente anoche se las ingenió para acercarme físicamente a quien fuera mi maestro de literatura en la secundaria y la prepa: Mr. Hendricks, que tendría la edad de mis padres (murió unos años después de ellos). En el sueño. él y yo nos encontrábamos como para despedirnos. Él tenía cáncer y estaba delgadísimo, pero de buen ánimo. Yo lo abrazaba para sostenerlo y lo ayudaba a caminar mientras platicábamos. En la calle, me daba cuenta que iba descalza, pero no me preocupaba demasiado, además de que en ese momento no podía resolver la situación. Al final, dejaba a Mr. Hendricks en su casa, donde lo recibía una madre no muy amable que le preguntaba si yo era una de sus amantes. Él contestaba, entre cansado y aburrido, que no, que era una de sus exalumnas. Yo con él, en la vida real, aprendí lo que era una metáfora y aprendí a leer e interpretar textos. Fue lindo verlo, abrazarlo y despedirnos.

Yo creo que ahora los suspiros, cuando menos los míos, son más abrazos que besos no dados, como decía mi abuela Rosa. Ojalá pronto hallemos la manera para satisfacer este deseo que, hasta hace poco, no era tan difícil.

lunes, 20 de abril de 2020

Para Dasha


Una rosa (parece)
de la terraza de mis vecinos


Para recordar su cumpleaños
(desde Madrid, en confinamiento, con amor)

Hoy


¡Apareció el calcetín perdido!

Tras un par de semanas de su caída al tendedero del tercero y dos días de su desaparición, hoy lo recuperé. Se me ocurrió bajar a ver a Maxim, el portero, a ver si tenía acceso al patio, donde igual no se veían ni rastros de la prenda. Ana suponía que alguien del tercero, que hubiera venido a hacer algo en el piso, un consultorio dental cerrado de momento, podría haberlo recogido. Yo ya lo consideraba pérdida total.

Le pedí a Ana que le mandara un wasap a Maxim para preguntarle, pero ante su poco convincente «después le escribo», supe que no lo haría. Así que a medio té, me puse calcetines y zapatos, tomé las llaves y emprendí el camino escalera abajo. Al llegar justamente al tercero, me encontré a Carmen, la vecina del séptimo. Ambas nos paramos en seco, ambas sin mascarilla, y a una sana distancia mantuvimos una conversación casi normal sobre calcetines perdidos y ejercicio en las escaleras (bueno, no tan normal). Ella me confirmó que el portero estaba abajo.

Seguí mi camino y llegué al vestíbulo del edificio. No vi a Máxim, pero lo oí. A los pocos segundos apareció, con mascarilla, al tiempo que otro vecino entraba por la puerta principal, sin mascarilla, creo. Me moví aleatoriamente, sin saber bien dónde colocarme para preservar la sana distancia. El vecino siguió su camino hacia el ascensor y desapareció.

Antes de que le pudiera decir nada a Maxim, él me preguntó: «¿Esto será de vosotras?», ni más ni menos que con mi calcetín en la mano. Le dije que sí, con una gran sonrisa, creo. Le pregunté si lo había encontrado en el patio. Me dijo que alguien lo había dejado sobre su escritorio (supongo que Ana tenía razón) y me lo dio. Le agradecí. Le dije que se cuidara y emprendí el regreso, escaleras arriba.

Entré a casa triunfante: En todo este caos, haber recuperado el calcetín y poderle devolver su pareja al que hasta ahora aguardaba sobre mi maleta (sí, ya sé que los calcetines no sienten), me pareció una historia bonita y digna de contarse.


Ana me miraba estupefacta mientras le describía mi pequeño gozo.
Nos quedamos un rato en el balcón, recibiendo el sol y mirando a la calle. 
Casi como si nada.

domingo, 19 de abril de 2020

Cosas que suceden en mi ventana 7


  • Han aparecido dos vecinas nuevas: Una joven, en la ventana que está por debajo de donde vive la pareja. Quien dice joven, dice más o menos de mi edad, o un poco menos; parece que se pinta el pelo. Salió a aplaudir ayer, con móvil en mano. Otra mayor, ochenteando más o menos, en la ventana a la derecha de la pareja. Ella se asomó menos, solo la nariz un par de veces, como buscando algo. Yo no me he atrevido a hacer ningún tipo de contacto.
  • Al filo de las nueve, con los últimos destellos del sol, un par de nubes largas, apenas si se pintaron de rosa.
  • Antes, cuando la luz dejaba ver el cielo azul, muy azul, unos pájaros negros volaban casi en círculos, alto, muy alto. Se veían pequeños y parecían estar jugando. No tengo idea qué eran, pero tuve unas ganas inmensas de irme volando con ellos.
  • Desapareció el calcetín solitario. Por más que me asomé, ya no pude verlo. Se lo habrá llevado la lluvia de anoche. Quién sabe adónde.
  • Cuando abro el vidrio una rendija, escucho trinos, gorjeos, cantos, voces: la mayoría de las veces no alcanzo a distinguir quién los emite. Soy muy miope. Los árboles están llenos de hojas. Qué sé yo.
  • El viento y lo que trae, algún aroma medio conocido, se mezcla con Bach, que emite un cd que no es mío desde el aparato de música que tampoco lo es. En un espacio ajeno. Que hoy me pesa más que otros días.
  • Los trinos y Bach se mezclan, a su vez, con el murmullo de la televisión que Ana mira del otro lado de la puerta. Del otro lado de la pared.
  • Llega el sonido de un huevo friéndose en la cocina. Salgo pitando a poner la mesa y prepararme para comer antes de que Ana me lo tengo que recordar.
  • La vecina de la pareja salió a sentarse en su ventana después de comer, supongo. Se quedó dormida con la cabeza recargada en una almohada colocada sobre el respaldo de su silla y con la boca abierta. Se ve tranquila.

sábado, 18 de abril de 2020

sueño 21 (en confinamiento).

Anoche soñé con una perra que tuvimos Adrián y yo antes de que naciera Santiago. La habíamos adoptado cerca de casa de mi tía Marisa, o sea, era una callejera/criollita, a la que llamamos Xunka. Era preciosa y súper cariñosa. Pero cuando nos mudamos de Chimal a Cuernavaca, estando yo a punto de dar a luz, no la pudimos llevar con nosotros. Se quedó en casa de mi padre, procreó con uno de los perros de mi tía, que era su vecino, y murió víctima de la picadura de un alacrán (o eso me dijeron).

En mi sueño, estaba más gorda de lo que fue (era más bien menudita) y se había escapado o, por error o descuido, la habíamos dejado fuera de casa junto con otra perra (no sé ni quiénes éramos ese nosotros ni pude recordar quién era la otra perra, quizá una alusión a mis dos gatas que se quedaron en casa cuando me vine a España). El caso es que me daba cuenta de la situación y me sentía fatal. La Xunka se veía maltrecha y triste e incluso alcancé a ver cómo la atacaba un ave maligna, que era en realidad una escultura de un pájaro tallada en palo fierro, por algún indígena seri o yaqui de Sonora, que había cobrado vida y le clavaba el pico puntiagudo con crueldad, una y otra vez. Yo lograba rescatar a la perra y traerla a casa, pero me quedaba la sensación de que me estaba dejando algo fuera.

El sueño remataba con Ana y conmigo caminando hacia Plaza Castilla, que estaba mucho más cerca de casa de lo que está (Ana me lo recalcaba) y que no era Plaza Castilla, claro. Mientras caminábamos, ella  me contaba algo triste sobre su madre, que ya no podía caminar o algo así, cuando en la vida real doña Amalia murió hace varios años ya. Entonces desperté.

Y me encontré en internet con un artículo del National Geographic que hablaba de la tendencia a soñar raro en estos tiempos de pandemia/estrés/confinamiento/virus-invisible-que-nuestra-mente-convierte-en-lo-que-sea en un intento por procesar la situación...
Que así sea.

viernes, 17 de abril de 2020

Cosas que suceden en mi ventana 6


  • La vecina nueva se sienta en su ventana a eso de las 5 a recibir el sol y leer. (Esta vez creo que sí lee.) La luz y el calor con tan fuertes, que se pone un sombrero. Quisiera sacarle una foto, pero me abstengo. Ha volteado hacia mi ventana, pero no hemos hecho gesto alguno de sabernos vistas.
  • Los árboles han dejado de ser ramas. Vuelven a ser hojas.
  • ¡La vecina nueva son vecinos! Es una pareja. Pasadas las 4, están los dos en la ventana. Él, sentado en el quicio, detenido por el barandal, mira hacia la calle y luego hacia su mujer, con quien platica. Ella, sentada en la silla, con un suéter rojo, lo mira a él. (Mi primer impulso es hacerles una foto, capturarlos con mi cámara, pero me contengo.) Se ven contentos juntos. Hablan con las manos y los brazos. Y me alegra. También me da nostalgia.
  • No salgo a aplaudir a las 8. No sé bien por qué. Porque no me siento del barrio. Porque no me siento española (aunque en papel también lo sea). Porque no me identifico con las consignas. Quizás si saliera, establecería contacto con mis vecinos.
  • Llueve. Amanece lloviendo casi como si fuera Cuernavaca. Como si hubiera norte en Veracruz. (¿Qué clase de primavera es esta?) Me quedo un rato más en la cama, imaginando que estoy en casa. Es el patio interior el que intensifica el sonido de las gotas que caen. Ya en el despacho, la lluvia vuelve a ser casi inaudible. Lejos de lo tropical. Casi sin luz.
  • Las nubes pasan de prisa, al filo del anochecer: Parecen un mapa que se fuera desintegrando ante nuestros ojos, disolviéndose al contacto con el aire. (Ya no sabremos volver.)
  • En el cielo, hacia la glorieta de los sagrados corazones, el sol convierte una chimenea en faro. (Quizás sí podamos volver.)

  • Dos torcazas, lo sé por el collar blanco en su cuello, se posan en el árbol frente a mi ventana, mi árbol. Se acicalan. Buscan comida. Se miran. Una se va. Otra permanece, bien posada en la rama, meciéndose en el viento. (Quizá fue un cortejo fallido.)

jueves, 16 de abril de 2020

Home 16


En la página 15 de su novela Kanada, Juan Gómez Bárcena hace una descripción de lo que es y lo que no es el hogar. Me conmovió tanto que la copio aquí:

(...) el paisaje de un hogar no está hecho de paredes ni cimientos sino de detalles, de olores, de una determinada disposición de los muebles y una narrativa tejida en torno a esos muebles, de una fotografía presidiendo la entrada al salón y un reloj de pesas manoseando  con gravedad las horas (...)

Tras más de un mes de encierro, y más de cinco meses de estar viviendo lejos de mi casa, la noción de hogar (el término en inglés home siempre me ha parecido más cercano) cobra más relevancia y se vuelve más insasible que nunca.

Mi hogar, por antonomasia, está del otro lado del Atlántico: junto a mi hijo, junto a su novia, junta a mi gata, en el departamento donde he vivido durante casi 15 años. Y allá está, como dice Gómez Bárcena, en los detalles, en los olores, en los muebles y las fotografías, las pinturas y los adornos, en los sonidos que entran de fuera y los que producimos dentro, en la luz que cambia con los meses y en la sombra que lo cubre de noche o cuando está muy nublado. Pero hoy todo eso está tan lejos que parece una invención de mi mente.

De este lado del mar, como lo he dicho en varias ocasiones, vivo en casa ajena y eso dista mucho de ser un hogar. Sin embargo, he notado como poco a poco, en ciertos detalles, le he dado un barniz de hogar, sobre todo a la alcoba donde duermo, que es casi solo mía.

Hay una cama individual bajo un cristo crucificado, que intento no voltear a ver. Al lado derecho de la cama hay un mueble grande de madera con cajones y protegido por un vidrio. Del lado izquierdo, hay un buró, también de madera y también con vidrio.

Y mis objetos se han ido apoderando, poco a poco, de esas superficies.

En el buró tengo: Dos botellas vacías de cerveza La Virgen (porque me gustan y porque creo que a mi hijo también le gustarían: en casa tenemos varias de otras marcas); una lata vacía de cerveza Estrella de Galicia (que conservé del regimiento que mis amigas me mandaron por mi cumpleaños); dos reyes magos de roscón (uno que me saqué y uno que se sacó Ana), un haba de roscón también (porque me da pena tirarla); una postal del retrato que Sofonisba Anguissola le hizo a la infanta Catalina Micaela, hija de Felipe II, con un mono tití y un narciso en el pelo; una combi amarilla de juguete, de esas de tracción (que compré en Lyon en diciembre, porque me encantan las combis y me recuerda a la que tenía mi tía Marisa y a la que tiene mi amiga Marie y al juego de contar volkswagens que juego con mi hijo cuando vamos en el coche). En el buró también viven mi kindle y mis pelotitas de terapia cráneo-sacral, que vienen de México.

En el otro mueble caben más cosas: Otra botella vacía de cerveza La Virgen, que detiene una postal de la exposición de dibujos de Goya que hubo en el Prado, donde aparecen dos mujeres lavando ropa y otra tendiéndola; una botella de plástico para agua en forma de león (que traje de México y me recuerda a mi hijo); un cacharrito vacío de barro de arroz con leche que compré en el súper cuando volví de Francia, que me gustó y donde guardo una pluma (boli), crema para los labios y un collar; una canastita que traje de México para regalar, pero luego conservé para poner los aretes (pendientes) que más uso; una caja vacía de Thé de Ceylan de Twinings (que también vino de Francia), donde guardo medicamentos; una caja de cartón vacía donde guardo lo que no tiene otro lugar, incluyendo dos envases vacíos de vidrio de yogur natural Danone (de esos tengo varias más repartidos por lugares impensables y cajones, para sorpresa y algo de disgusto de Ana) sobre los cuales descansa una postal de la exposición La naturaleza de las cosas de Chema Madoz.  Están mis lentes (que vienen de México), mis libros (adquiridos acá o prestados), un diario (un cuaderno mexicano con una luna bordada sobre una cubierta de tela azul), y tres plumas con tinta de diferentes colores (café, morada y azul). En la noche, también vuelve mi pequeño Buda viajero (que durante el día me acompaña en el despacho), sentado sobre otro envase vacío de yogur.


Y sí, estos objetos cuentan cosas de mí. Le dan un sabor particular a un dormitorio mucho más aséptico antes de mi llegada. Pero la sensación de hogar, o de falta de hogar, no deja de ser algo huidizo que hoy me encoge un poco el corazón.

lunes, 13 de abril de 2020

Cosas que suceden en mi ventana 5


Es de tarde, alrededor de las 7, y el sol apenas empieza a irse. Proyecta la sombra de mi edificio en el edificio de enfrente y pinta de luz el balcón/pasillo/terraza de mis vecinos. (Me atrevo a hacer una foto de sus plantas iluminadas.) Cuando me dispongo a hacer ejercicio (bueno, exagero, a hacer unos cuantos estiramientos), aparece una nueva vecina. Abre su ventana, que está justo abajo del balcón de la otra pareja, acerca una silla y se sienta de espaldas hacia mí, como en un ángulo de 45. No creo que me vea. O tal vez sí. Estoy tentada a saludarla, pero no me atrevo. Ella lleva un jersey oscuro, gris me parece, y destacan el cuello y los puños blancos de la blusa que va debajo. La silla es de madera clara. Se distingue uno de los palos del respaldo. Cuando creo que está leyendo, noto su mano que sube y baja, se aleja y regresa. No lee. Cose. Quizá borde, pero se ve como algo más sencillo. Quizá un dobladillo. Un hilvanado. Unos botones, no: los movimientos son demasiado largos. Me pregunto si estará acompañada y si su mirada se dirige a otro alguien. Hace varios días, en la ventana a la izquierda de la que ahora miro (o quizá era la misma y la que estaba en otra ventana era yo), se asomaron dos pares de manos a tomar el sol. Quizás sean de ella y su pareja


Cuando termino de escribir esto, la silla se ha quedado vacía. La ventana también, pero sigue abierta. Intuyo movimiento, pero no quiero hacerme notar. Al final, la nueva vecina cierra la ventana y parece que cerrará las cortinas, pero no lo hace.  Me pregunto si me ha visto. Me pregunto si se sintió observada. Tal vez se haya sentido un poco acompañada. Como yo.

Lo más probable es que nunca lo sepamos.
Así son estas compañías anónimas al son del confinamiento.

Retrato casi abstracto de mi vecina en su ventana
a través de los rastros que la lluvia dejó en la mía


domingo, 12 de abril de 2020

Cosas que voy a hacer tras la cuarentena


  • Ir a un restorán mexicano, al de Cascoro por ejemplo, porque a mi país no sé cuándo podré volver. Ahí beberé tequila o mezcal o los dos y una michelada o dos, comeré chilaquiles con un huevo estrellado (espero que los tengan y si no, lo que tengan). Tras varias copas cantaré mi himno nacional a todo pulmón, quizá fuera del lugar. (Nunca me he sentido más mexicana que viviendo acá y no entiendo cómo España tiene un himno sin letra. )
  • Tomarme una horchata de chufa en alguna terraza de la Castellana. (Estoy ya lo había pensado antes del confinamiento, incluso antes de llegar a Madrid, pero hoy se hace más urgente).
  • Ir al Rastro, que no he ido nunca. (Por favor, que se abre el Rastro antes de que me vaya.)
  • Comerme un helado. En la calle. En barquillo. A lengüetazos.
  • Ir a conocer a Carmela, la de Plensa, en Barcelona, en las afueras del Palau de la Música.
  • Cortarme el pelo y pintármelo, en el salón que anuncia tintes naturales, aprovechando la ida a Cascorro.
  • Abrazar a propios y a extraños. A quien se deje. A mis amigas. A desconocidos. A los vecinos. Hacerme muégano cuanto antes en un abrazo que no acabe nunca. (Lo de abrazar a mi hijo aún queda muy incierto.)
  • Tomar el 147, del otro lado de Castellana. Pasar por la Plaza de Chamberí, la glorieta de Bilbao y bajar por San Bernardo hasta Callao. Bajar la Cuesta de Santo Domingo hasta la Plaza de Isabel II, bueno hasta la Ópera. Caminar hacia el Palacio Real y saludar a los reyes godos. Doblar en Bailén a la izquierda, pasar frente a la Almudena, cruzar la Calle Mayor, llegar al Viaducto de Segovia. Detenerme tres días a ver los atardeceres. Y sus reflejos en las mamparas antisuicidios.
  • Ir a la Cuenca querida de María Loherr.

sábado, 11 de abril de 2020

Hoy


Hoy empiezo a desayunar pasado el medio día. Las horas empiezan a dejar de tener sentido. Voy a la cocina por el segundo tiempo: el yogur con muesli y el té negro, después de la naranja.

(Hoy no hice la cama. Hoy no me quité el pijama.)

Me pregunto si Ana estará guisando algo. (No me la encontré en el camino.) Pero a medida que me acerco, huelo que plancha. Es un aroma sutil: la mezcla del vapor con el de la tela caliente. Y me invade una sensación de calma. De vuelta a la niñez. De estar en otro sitio.

Debe ser la casa de mi abuela Rosa, supongo. Seguro allá se planchaba. Quizá en el cuarto de las muchachas. Quizá en la cocina. No tengo imagen, pero el olor me roza la piel y me transporta a ese espacio de calma. También de nostalgia.

De ahí me lleva a Chimal: mi comadre siempre dice cómo disfruta planchar. Y huele igual, supongo. Aunque no suele hacerlo cuando estamos nosotros de visita, imaginármela planchando me da paz.

Le comento algo a Ana y ella empieza a hablar de los espacios femeninos, y de la irrupción de lo masculino, y de no sé qué más.

Yo dejo de escucharla para quedarme con el olor.
Me calma. Tmbién me humedece los ojos.

viernes, 10 de abril de 2020

Cosas que suceden en mi ventana 4


  • Una nube, al filo del atardecer, parece la vía láctea.
  • Temo desarrollar agorafobia y no querer volver salir a la calle nunca. (O quizá todos nos volvamos agorafóbicos como lo es la socieded que pintó Isaac Asimov en la serie de novelas, las primeras de robots, protagonizadas por Elijah Baley y R. Daneel Olivaw. También es posible que solo nos tornemos claustrofílicos, como se supone que era el propio Asimov.)
  • Tres gorriones pasan volando, como si nunca se hubieran ido.
  • Se vuelve a nublar. (La primavera en Madrid me parece tan impredecible como el coronavirus.)
  • Llueve sin hacer casi ruido. (Aquí la lluvia se intuye más que escucharse.)
  • Desaparezco, cuando emprendo el circuito de marcha, que comienza en el despacho, sigue por el salón (si Ana no está viendo la tele), continúa por el vestíbulo y llega hasta la cocina (si Ano no está guisando). Y reaparezco ciento y tantos pasos después cuando rehago el trayecto a la inversa, librando los mismos obstáculos: la silla del vestíbulo, la mesa del salón y la mesa del despacho. (A veces todo el acto dura 10 minutos, a veces 15 y, si estoy inspirada, media hora.)
  • Me doy cuenta que todos, en mayor o menor medida, estamos de duelo. Y lo estaremos más. Y lo seguiremos estando durante bastante tiempo por venir. Y se me anuda la garganta.

jueves, 9 de abril de 2020

Invitada: Pema Chödrön



A mitad de la nada

La ansiedad, el desconsuelo y la ternura marcan el estado intermedio. Es el tipo de lugar que solemos evitar. El reto es permanecer en el medio en lugar de caer en la lucha o la queja. El reto es permitir que nos suavice en lugar de que nos torne más rígidos y temerosos. Intimar con la sensación mareante de estar en mitad de la nada solo hace que nuestros corazones sean más tiernos. Cuando somos suficientemente valientes para permanecer en el medio, la compasión surge espontáneamente. No sabiendo, no esperando saber y no actuando como si supiéramos lo que está sucediendo, empezamos a acceder a nuestra fuerza interna. 

Original en inglés y fuente, aquí.
Traducción al español, mía.

miércoles, 8 de abril de 2020

Cosas que suceden en mi ventana 3


  • Anochece apenas y la luna resplandece, casi llena, tras las nubes. Parece que se mueve, pero las que transcurren son las nubes. La luna desaparece y reaparece. Y muestra su conejo. Acá no lo ven. Pero yo sí: brillante, sentadito de perfil.
  • Cacerolazos a las nueve de la noche. Mejor oírlos como quien oye llover.
  • Me pregunto si estaré a punto de perder la razón.
  • Ya no se escucha ni el aleteo ni las voces de los merengues alentando a su equipo en el Bernabéu. Ni entre semana ni en el finde. 
  • Tres urracas pasan volando, una detrás de otra, como si hicieran un cameo en una película que no saben de qué va.
  • Me pregunto si hay manera de distinguir una urraca de otra y no caer en el manido «son todas iguales».
  • El sol del atardecer pinta de amarillo brillante algunas hojas en Manuel de Falla: torna los árboles bicolores. 
  • La vecina sale a pasear al balcón en mangas de camisa y a paso casi veloz, disfrutando del sol de primavera que hoy inunda su piso.
  • Los gorriones invaden los árboles reverdecidos y picotean. Algo comerán. Apenas se ven: se confunden con las semillas que aún penden de las ramas.

martes, 7 de abril de 2020

la compra 4


Ana irrumpe en mi cuarto a las 10 de la mañana (aún duermo). Los del Corte Inglés me avisaron que llegan en 5 minutos, dice agitada, y necesito los guantes de látex. Buena idea, le contesto medio dormida: Después hago un esfuerzo por salir del sueño y ayudarla a desempacar los productos, que hace más o menos una semana pedimos por internet.

(Digo pedimos, porque yo estuve de pinche. Por suerte, porque en el primer intento, descubrí que cada vez que ella añadía un producto a su carro, cerraba una ventana que le pedía que hiciera una cuenta, o sea, ningún producto se añadía a ningún carro). 

Cuando llego a la cocina, bostezando aún, veo un par de cajas y bolsas (grandes, pequeñas, combinadas con papel) por todos lados. Le ofrezco ayuda a Ana y, en principio la rechaza, pero me quedo. La verdad es que ninguna de las dos tiene idea del «protocolo» de limpieza y desinfección y nos lo vamos inventando. Yo me imagino que un extraterrestre nos mira desde muy lejos y se parte de risa por las evidentes incoherencias en nuestros procedimientos, que están hechos en «modo placebo», más bien.

Eso sí, ambas llevamos guantes. Yo la convenzo de no tirar las bolsas de plástico y usarlas para basura y ella las mete a la lavadora con una pastilla de lejía. (Esto de la conciencia ecológica sigue siendo un tema espinoso y confuso).

Cuando acabamos (ella de enjuagar frutas y verduras y yo de pasar un papel con lejía por los productos empacados), me lavo las manos una, dos, tres veces, antes de ponerme el lente de contacto. Me doy cuenta de cómo el miedo se mete por los poros y hay que estar muy pendiente de no sucumbir. 

Me voy a vestir con ropa de verdad porque, ¡gracias al cielo!, Ana me pide que me lleve el cartón y el papel, que llevamos casi un mes acumulando, al contenedor. Podré salir unos minutos. Con guantes de látex, claro. Cargo con el cartón de las cajas del Corte Inglés y dos bolsas llenas de papeles, papelitos, cartoncitos, cartonzotes, y emprendo el camino escaleras abajo.

En el portal están el portero, Maxim, y una vecina. Enmascarillados. Yo, no. Saludo de lejos y salgo al contenedor, donde tardo bastante vaciando las mentadas bolsas. De regreso, Maxim me pregunta cómo estoy, cómo está Ana, todo a una distancia prudente. Yo le pregunto cómo está él. Dice que de momento bien, pero que esto se va a prolongar. Asiento y le digo que se cuide y emprendo el camino escaleras arriba.

Llego cansada, esa tensión extraña de pisar la calle, con las manos empapadas dentro de los guantes y con ganas de desayunar. Ana sugiere que la chupa (chamarra) y los zapatos los deje en el balcón. Le hago caso.


Cuando regreso a la cocina, ha puesto a cocer alcachofas.
Pero están sin corazón, ¿no?, le pregunto.
Me dice que se los quitó porque venían negras.
Alcachofas descorazonadas, digo.
Como los tiempo, contesta.

lunes, 6 de abril de 2020

Hoy


Hoy, como cada mañana desde hace unos días, lo primero que hago al levantarme, después de subir la persiana, es asomarme por la ventana y saludar al pobre calcetín que se cayó en la última colada (seguramente porque se había quedado escondido en la esquina de alguna sábana, me explicó Ana) y fue a dar al tendedero del tercero. Intenté recuperarlo, pero es un consultorio dental que, de momento, está cerrado.

Hoy seguramente se acabará el humus que compré antes del confinamiento, en el Mercadona al otro lado de Castellana. Mis fantasías posconfinamiento incluirán ahora volver al Mercadona y comprar más.

Hoy es probable que Ana me vuelva a ganar al continental. Se ha vuelto buenísima y jugar con ella es ahora un reto.

Hoy me volví a la cama de mañana, después de ir al baño, y soñé que Ana y yo salíamos a la calle. No era época de confinamiento, claro. Al volver, tomábamos el elevador (ascensor, que le dicen acá) y después de cerrarse las puertas, hacía un ruido raro, se giraba como saliéndose de su eje y nos dejaba encerradas. Encima, Ana no traía su móvil para llamarle a Maxim, el portero, y pedirle que nos rescatara. (El chiste se cuenta solo.)


Hoy sigue siendo hoy (y Aute ya no está aquí).
Un prolongado hoy que se renueva cada mañana.

domingo, 5 de abril de 2020

57


Hoy cumples 57 años. Es Domingo de Ramos. (Recién escuchabas desde el balcón los carrillones de las iglesias cercanas, que supones estarán vacías, salvo por el encargado de tocar.) Estás muy lejos de la tierra donde naciste. Es la segunda vez que cumples años de este lado del mundo. (La primera fue hace 37 años, en Ámsterdam.)

Recuerdas, porque te lo contaron, que naciste en un Viernes de Dolores. Tu abuelo Óscar quería que te pusieran «Lolita», o que te dijeran así. Mejor que tus padres optaran por el nombre de tu abuela. También recuerdas que hace 5 años, tu cumpleaños fue el Domingo de Pascua y estabas en Chimal. (Qué cosas tan raras recordamos.)

Por supuesto que no recuerdas cómo fue el día en que naciste. Se supone que fue en la tarde, alrededor de las 4:20. De ese día te queda una cicatriz, que te ha acompañado toda la vida, en el muslo derecho. Te contaron que tu pediatra, para facilitarle las cosas a tu madre, decidió cortarte los restos del cordón umbilical en lugar de dejarlo secar solito. Y cuando estaba en plena empresa, con unas tijeras gigantescas, tú encogiste tu patita y el corte te lo hizo en el muslo. Menuda ayuda. Supones que te dolió. Siempre has llevado esa marca, que parece un ángel de alas largas. Al crecer tú, se ha hecho más pequeño pero siempre está contigo.

Hoy vino Sócrates, el rider a quien le tocó traerte a casa el regalo de tus influencers, las mejores amigas del máster: cervezas para un regimiento. Cuando Sócrates te preguntó si las habías pedido tú, le dijiste que no, pero que seguro eran de tus amigas porque era tu cumple. Y era guapo Sócrates, aunque no te felicitara por lo del cumple. Y tú, después de recibir las birras, te duchaste, despacito, disfrutando, y después optaste por ropa de verdad, en lugar de pijama, y los aretes que tú misma te regalaste (los tenías listos desde diciembre en que te enamoraste de ellos en el bazar navideño de Recoletos, en el puesto de un artesano que parecía un pirata de los que luchan contra pulpos en el mar).

Hoy, a pesar del confinamiento, pasaste un mucho mejor día de lo que habías imaginado. Ana te preparó huevos rellenos para comer. Y tuviste un alfajor con velitas. Hablaste con amigas de allá y de acá y brindaste en línea. Tu hijo y su novia te prepararon un pingüino de cumpleaños, con vela y todo, y te cantaron las mañanitas. 


Hoy cumples 57 años y celebras la vida a pesar de la vida. Y eso es un gran regalo.
Aquí algunas imágenes de la jornada:

Yare y Santiago y el pingüino cumpleañero





chela y huevos rellenos
brindis con las influencers amadas

sábado, 4 de abril de 2020

Hoy


Hoy abro la ventana del despacho. La de mi lado del escritorio, para que no me dé el aire tan directo. Ya no está tan frío, de momento. El sol ha vuelto, de momento. Me arriesgo, porque la manija de la ventana está medio floja. Espero poder volverla a cerrar. La atoro con el envase vacío de una caja de Galletas Relieve del Carrefour.

El aire entra. Discreto. Y con él, los cantos de todos los pájaros de Madrid. Ya no chocan contra el cristal doble. (Qué engañoso es el cristal doble. Deja la mitad de la vida afuera.)

Apago la música de mi computadora. 

Qué alivio. Es una mera rendija en el encierro. Qué fortuna tener esta rendija en el encierro y sentir la vida de afuera, que se siente más viva, fundiéndose con la de adentro.

Es medio día, y del otro lado de la calle, es el vecino (ahora sí lo distingo) quien recorre el largo pasillo de su penthouse. (Estuvieron ambos guardados durante los días de frío y nieve y los extrañé.) Entra y sale por el mismo sitio que su mujer. Lleva una gorra para el sol. Camina bastante más lento que ella. Como si llevara el mundo a cuestas. O, quizás, así disfruta más de su caminar. No tiene idea que lo miro. Su mirada se dirige hacia adelante, no hacia abajo.

En la última ojeada que echo, los veo a los dos, cruzándose en su paseo. (Primera vez que sucede o que lo atestiguo.)

(Ana me explica que no es penthouse, que aquí se llama ático. Que no es pasillo, que en realidad es una terraza bastante ancha, donde incluso la pareja hacía recepciones para alrededor de 40 personas para celebrar a la Virgen del Carmen. Ella es MariCarmen y él, Ramón. Son figuras públicas. Sobre todo él. Y yo aclaro todo esto, para que mi percepción equivocada no mancille la realidad de los vecinos. Que para mí son eso, mis vecinos. Mis compañeros de confinamiento, en dos orillas de una misma calle.)

Y los árboles del otro lado de la ventana cada día tienen más hojas nuevas. Siguen reverdeciendo. Como si nada.


viernes, 3 de abril de 2020

De tendederos y rompa limpia 2


Mi fascinación por los tendederos ya venía de mucho antes de la irrupción del coronavirus en nuestras vidas. Pero ahora, con el encierro, se ha convertido en obsesión. Cada mañana cuando me levanto, esperando que la pesadilla se haya esfumado, levanto la persiana y busco tendederos en el patio interior del edificio donde vivo. Me anima saber que comparto esta perturbación anímica con mi amigo Jesús, quien, en el diario de confinamiento que nos pidieron hacer en una clase, describió en detalle todas las prendas colgadas en el tendedero de sus vecinos en su propio patio interior. En su caso, las prendas no cambian, sino que permanecen colgadas, al aire, al sol, a la lluvia y a la nieve, porque los vecinos no están. Cuando vuelvan, las encontrarán limpisímas o evaporadas por completo.








Para mí, en cambio, el paisaje de las coladas sí va cambiando. Aquí a la izquierda, la primera de abril. De esos lazos suelen pender muchas toallas y sábanas. De pronto algo de ropa también (como unas batas que quedan como trapecios al sol cuando las cuelgan para que se sequen, como estas a la derecha).

Mi favorita de ese rincón del patio es esta toalla con olor a mar que adornó el patio hace unos días:









Pero justo enfrente de mi ventana, está el tendedero más divertido. Porque tiene más variedad de ropa. Porque se ve que vive más gente. Y gente que se cambia más de atuendos. Niños o adolescentes. Hombres. Mujeres. Aquí un par de muestras. (Yo me robaría la camiseta blanca con alas, pero no alcanzo a estirar tanto la mano.)


Ahí es donde, de vez en cuando se asoman también los superhéroes reconvertidos en toallas.

¿Qué haríamos mi camarita rosa y yo si el patio interior del edificio del piso donde vivo (por no decir donde estoy encerrada) no nos ofreciera la oportunidad de seguir ejerciendo cada mañana?